Revista Ecos de Asia

Crítica de la exposición “El espíritu de Montmartre en tiempos de Toulouse-Lautrec”

Si hay una zona de París que ha destacado a nivel histórico-artístico ha sido, por encima de cualquier otra, el barrio de Montmartre. Ubicado en la orilla derecha del Sena y tras un viaje en funicular, o casi doscientos escalones a pie para los más románticos, se accede a la basílica del Sacré-Cœur, a cuyos pies pueden conseguirse algunas de las panorámicas más espectaculares de la ciudad. Por eso no resulta extraño asumir que, a finales del siglo XIX, muchos de los movimientos culturales más vanguardistas de la época decidieron establecerse entre sus límites para dar rienda suelta a uno de los momentos culturales más productivos y revolucionarios de nuestra historia.

Apenas dos décadas después de su anexión a París en 1860, esta comuna agraria autónoma ya se había erigido como un hito de la cultura alternativa europea en la que participarían todos los grandes nombres del momento: Toulouse-Lautrec escribe a su madre preocupado por una pelea familiar, Gaston Duchamp firma bajo pseudónimo para no dañar la reputación de su padre, Théo Van Gogh gestiona una franquicia de la galería Bousod-Valadon… La sociedad parisina no dudó en aventurarse a vivir sus calles y a leer sus publicaciones, y es que, tras un siglo agitado a nivel político y social, este anárquico barrio, alejado de la zona burguesa más conservadora, destinaría grandes zonas a jardines, estudios para artistas, talleres fotomecánicos, teatros y salas para espectáculos de todo tipo que servirían como germen de las grandes propuestas culturales de principios del siglo XX.

Casi como perpetuando, o, más bien, generando, el ideal romántico del artista, sus calles, con alquileres más económicos que el resto de la ciudad, acogieron a algunas de las figuras más relevantes de la historia del arte: Picasso, Laurencin, Matisse, Valadon, Degas, Steinlen… Todas las identidades de género, edades y nacionalidades se reunieron en las mesas del Moulin Rouge, Le Chat Noir o el Folier Berger. Sin embargo, a día de hoy, Montmartre ha quedado reservado en casi su totalidad para los turistas, y es que, como reza Charles Aznavour en La Bohème, ya no se reconocen ni los muros ni las calles que había visto en su juventud.

De esta forma, y tras introducirnos de forma muy rápida a algunos conceptos artísticos que apreciamos a lo largo de toda la exposición, esta arranca presentándonos uno de los locales de mayor renombre: Le Chat Noir. Apenas tres palabras bastan para evocar el famoso cartel de Steinlen, y es que no es ni más ni menos que esta pieza la que preside el espacio. Con ella se abre un imaginario completo presentado por varias de las publicaciones anexas al cabaret que se lanzaban a modo publicitario cada sábado y que recogía nombres como Guy de Maupassant o Victor Hugo. Sin embargo, lejos de dar prevalencia al aspecto literario, las vitrinas nos dejan ver la relevancia de artistas gráficos como Willette, d’Ache o Toulouse-Lautrec, que acompañaban algunos de estos escritos con imágenes de corte caricaturesco.

En este punto comenzamos a ver numerosos ejemplos de cartelería y reproducción fotomecánica para portadillas e ilustraciones, haciendo patente la revolución que la industria editorial había sufrido para entonces. Poco a poco las líneas fueron desdibujándose para dejar lugar a una mancha expresiva y autodelimitada, los tonos de color se tornan casi fotográficos, el movimiento adquiere un carácter autónomo y espontáneo… Estos cambios técnicos permitieron que artistas como el protagonista de la exposición transitaran hacia un mundo totalmente nuevo que les dotara de una popularidad que, seguramente, jamás hubieran visto de haber permanecido en el mundo de la pintura más clásica.

Sin embargo, tanto a nivel conceptual como expositivo, uno de los espacios que más destacan es el dedicado a los espectáculos de sombras. Allí encontramos numerosas placas de zinc recortadas pertenecientes a Le Chat Noir, donde Henri Rivière dio lugar a la sencilla idea de disponer y mover siluetas tras una tela blanca para representar obras con la voz de un narrador como acompañamiento. Esta idea, proveniente de conceptos como el wayang kulit en Java o los teatros de sombras asiáticos y oceánicos,[1] ya llevaba realizándose en algunos centros europeos desde finales del siglo XVIII, aunque no sería hasta la apertura del local de Rodolphe Salis que empezaran a tratarse temas satíricos, escatológicos o incluso pornográficos, apoyándose en el trabajo visual de algunos de los autores ya mencionados y acompañándose de composiciones musicales de otros como Debussy. Y es que a finales de 1881 la fundación de este cabaret supuso uno de los principales focos de desarrollo de la vida artística y literaria para la vanguardia parisina, ya que ese “espíritu de Montmartre” en el que nos sumergimos nos habla de una visión y un sentimiento de escritores, pintores y músicos que se conciben al margen de la sociedad, dándoles permiso para innovar a nivel técnico y conceptual, luchar con el academicismo, explorar los límites del humor y la parodia y, en definitiva, explorar todas las facetas posibles de la condición humana apartada del establishment burgués. O al menos no centrándose en ello.

No obstante, a lo largo de toda la exposición queda más que clara la impronta artística de la otredad cultura. Las representaciones sobre el escenario ampliaban las miras hacia el exotismo de lo primitivo que autores como Gauguin y Cézanne plasmarían en sus pinturas, pero, si existe una fijación constante en los creadores del momento, esa es la mirada hacia el arte japonés. Así pueden observarse las distintas etapas de la visión occidental sobre el contexto asiático, desde la superficialidad del objeto decorativo o el vestuario hasta las formas, formatos y recursos técnicos, que quedan reflejados en sus propias obras como símbolo de modernidad, a través de traslación del grabado nipón a la ilustración, la pintura o los biombos y abanicos franceses de la época.

Pero no todo era absenta, música y baile en Montmartre, ni tampoco risas, sátiras y críticas políticas y sociales, y de ello deja buen testimonio la selección de la obra de Fernand Pelez, español que representó la miseria del barrio en algunas de sus obras al mostrar familias desamparadas en la calle junto a carteles de fiestas y cabarets, una forma mucho más cruda de mostrar la diferencia de clases que la utilizada por Steinlen, que parodió una suerte de La libertad guiando al pueblo, de Delacroix, con un pueblo oprimido enfrentado a un becerro de oro.

Por supuesto, la figura femenina tuvo un lugar significativo en este contexto de fin de siglo, aunque en su mayor parte es representada a través de la figura de la prostituta. En un contexto donde la libertad se entremezclaba con el libertinaje, el láudano y las vanguardias artísticas, la mujer quedó relegada a un mero complemento de los estereotipos burgueses, permitiendo que, de forma casi única, destacara por ser musa o femme fatale, damisela o meretriz, o, tal y como denominaban algunos autores de la época, mujer honesta o de las otras. Esta ambigüedad entre uno y otro estatus se muestran de forma jocosa con detalles como sombreros de copa sobre la mesilla, aunque en otros casos, como el de Eugène Delâtre, nos muestran una visión más macabra al representar un esqueleto con lujosas ropas femeninas en pleno temporal, mientras que Louis Legrand opta por plantear una joven desnuda sobre el regazo de una figura monstruosa.

Esta subsistencia a través de un trabajo de los bajos fondos quedaba enmascarada por lujosos trajes y joyas, luminosos salones de baile y una cierta delicadeza, rememorando las constantes referencias al ukiyo-e y el mundo de las bijin-ga, sin olvidarnos tampoco de los shunga, y es que si contaba con un fuerte interés entre los autores del momento era esta representación de los barrios de placer japoneses. Por ello, además de numerosas referencias estéticas en imágenes de todo tipo a lo largo de la exposición, vemos la constante representación de artistas observando desnudos femeninos en diferentes poses, aludiendo a su interés como inspiración o como valor estético, con tintes de cosificación, amparándose en algunos conceptos que Baudelaire había planteado en Les Fleurs du mal (1857).

No obstante, la mirada sobre la prostituta rara vez es obscena, ya que se había convertido en una parte cotidiana de la vida bohemia, generando empatía sobre los artistas, ya que eran concebidas como un miembro más de la sociedad marginal. A ello hay que sumar que la sífilis se había convertido en uno de los principales problemas de salud pública del París del momento, llevándose por delante nombres como Toulouse-Lautrec, Baudelaire, Gauguin o Guy de Maupassant.

Sin embargo, si alguien supo ver algo más allá del papel sexual de la mujer es el protagonista de esta exposición: Toulouse-Lautrec. De esta forma, con técnicas a medio camino entre el impresionismo, el puntillismo y el fauvismo,  vemos numerosas escenas de mujeres representadas de forma aislada y absorta ante bebidas, tanto en entornos domésticos como sociales, ya que, aunque no abandona el mundo del cabaret, que muestra a través de óleos y litografías con figuras como Jane Avril o La Goulue como protagonistas, decide recoger una figura abandonada, protagonista de la miseria familiar y del desigual desarrollo económico y social del momento.

Dejando el único hueco de la mujer como creadora en esta exposición, más allá de los bailes y los cabarets, a Suzanne Valadon, que, curiosamente, también ejerció como modelo de otros artistas de la época, como Degas, Renoir o el propio Toulouse-Lautrec. No obstante, su labor queda representada en obras como L’avenir dévoilé ou la tireuse de cartes (1912), también conocida como La echadora de cartas, utilizando la representación femenina, tanto figurativa como iconográfica, para abordar las distintas facetas de la mujer finisecular.

En definitiva, El espíritu de Montmartre en tiempos de Toulouse-Lautrec es una muestra sin precedentes en nuestras fronteras que reúne centenares de pinturas, dibujos y grabados, pero también diarios, esculturas, cartelería y fotografía de un contexto que, aunque pasen los años, nunca deja de asombrar a cualquier tipo de público.

Notas:

[1] Especialmente populares en China, India, Malasia, Camboya, Tailandia y Turquía.

avatar Pablo Begué (21 Posts)

Graduado en Historia del Arte por la Universidad de Zaragoza y Máster en Estudios Avanzados en Historia del Arte por la misma universidad. Actualmente está realizando su tesis doctoral en torno a los cuentos de hadas clásicos, su ilustración en el siglo XIX y la influencia de estas imágenes en el arte popular y la cultura de masas.


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