Una vez creado el archipiélago en épocas ancestrales, la mitología japonesa de la religión sintoísta le atribuye precisamente a una deidad femenina, a la diosa Amaterasu (Diosa del Sol) haber iniciado la dinastía imperial. Es una de las deidades sintoístas más importantes. Cuando su hermano Susanowo la trató mal, ella se escondió en la cueva del cielo y cerró la entrada con una enorme piedra. Al no estar ella el Sol no salía y el mundo se cubrió de tinieblas, los campos morían y el mundo se helaba. Los demás dioses temiendo que las tinieblas perduraran para siempre organizaron una fiesta en la puerta de la cueva. Pusieron un espejo enorme al frente de la cueva y joyas preciosas en un árbol. Uzume, el dios de la risa, comenzó un baile acompañado de música ruidosa. Al escuchar la música y la risa, Amaterasu sintió tanta curiosidad que miró hacia afuera para saber qué estaba pasando. Ella se fascinó tanto con su propio reflejo brillante en el espejo que salió de la cueva. Finalmente, la luz cubrió y coloreo al mundo una vez más.
La genealogía imperial, vinculada a dicha suprema divinidad femenina, tiene entre sus ancestros emperatrices históricas.
En las sociedades primitivas japonesas existió un matriarcado durante el periodo nómada del Paleolítico. Si bien esta situación cambió progresivamente en el Neolítico, cuando surgieron los primeros asentamientos o poblados (Yayoi, Kofun) y con la creación del estado de Yamato, cuando se comenzó a cultivar el arroz. Así, en la edad arcaica japonesa hubo algunas mujeres que llegaron a ser emperatrices, como la reina soltera Himiko, de las tierras de Yamatai. De este modo vemos como la mujer ha sido protagonista del arte japonés desde la Prehistoria hasta la actualidad.
El primer antecedente de la mujer en el arte se encuentra en el periodo Jômon, entre el 11.000-10.500 a.C y el 300 a.C. Es una cultura de carácter mesolítico, en la que sabemos que la sociedad se encontraba dividida en pequeñas comunidades nómadas o seminómadas. En ella llevaban a cabo además diferentes ritos (caza, pesca,…), así como ofrendas. Respecto al arte, destacan las vasijas de barro y piedra, así como los dogu (representaciones escultóricas de hombres, mujeres y animales). Es precisamente esta última manifestación la que nos interesa para conocer la imagen que se proyectaba en esos momentos de la mujer.
Consideradas las primeras reproducciones de la escultura japonesa, los dogu son imágenes hechas con arcilla, generalmente huecas por dentro y ejecutadas a mano, que suelen reproducir personas (normalmente mujeres), aunque también animales. Estas figuras son altamente abstractas, de formas antropomórficas decoradas con líneas y diseños espirales.Destaca su falta de realismo, figuras simples, rústicas. La mayoría de autores piensan que son objetos de carácter mágico con carácter propiciatorio (fertilidad, abundancia), entre otras razones porque la mayoría de reproducciones son de mujeres. Podemos asociar pues a la mujer con una función catalizadora de la abundancia, tanto material como espiritual (favores divinos concedidos por la estatuilla) por medio de la acción de culto. La mujer en los primeros tiempos se asocia, por lo tanto, a una cuestión de índole funcional-divino, suprimiendo toda representación o característica particular que identifique el objeto con un retrato.
A su vez se apela a un estado sagrado de la condición de mujer, como engendradora de vida. De acuerdo a esto podemos explicar sus formas ampulosas y deformes, que tanto recuerdan a las venus prehistóricas europeas, en la medida que nos suponen las líneas curvas un dinamismo, una femineidad impresa en los adornos de las figuras, así como también en la deformación de los pechos y caderas (exageración que se relaciona con una primitiva concepción sagrada de la mujer).
Esta concepción permanecerá casi inmutable tras varios siglos de progreso técnico e influencia continental. Muchos siglos después del período mesolítico nipón, se siguen encontrando representaciones de la mujer como figura sagrada portadora de la abundancia y portadora de vida.
En el periodo Kofun (300-552) se intensifican los contactos con el continente asiático. Se desarrolla la sociedad, surgiendo la figura del Emperador. Destacan como manifestaciones culturales los kofun (tumbas-túmulo) y los haniwa, pequeñas esculturas de carácter funerario clavadas en la tierra en el exterior de los kofun. Están hechas en arcilla, huecas por dentro, con base circular y representan figuras humanas, animales y objetos.Parece ser que al principio tuvieron una función de orden práctico: asentar la tierra y drenar el agua (por su forma cilíndrica, con agujeros). Origen por tanto de carácter práctico. Con el paso del tiempo los artesanos empezaron a representar personas, animales u objetos, por lo que se convirtieron en acompañantes del difunto y símbolo del poder que había tenido. A la par se ha interpretado que constituyen barreras entre los vivos y los muertos. Son una fuente extraordinaria para conocer la vida cotidiana del periodo Kofun, en este caso de la mujer.
Dados los precedentes mitológicos o legendarios, puede pensarse que se creó una mentalidad favorable a la presencia femenina en el ámbito religioso y, de hecho, las mujeres ocuparon en épocas antiguas puestos de relieve como ministras de culto, adivinas o médiums. Sin embargo, cuando se impuso el sistema hereditario chino exclusivamente favorable a los varones, decayó la autoridad religiosa de las mujeres.
Así pues, a partir del S. VI, por la influencia del budismo y, menos profundamente, del confucianismo, la mujer estaba considerada en Japón en un nivel de inferioridad. Para el budismo “la mujer poseía una naturaleza hundida en el pecado”.
La historia nos muestra sin embargo excepciones importantes, ya que encontramos al menos ocho emperatrices que ocuparon el trono imperial japonés: Suiko (592-628, primera mujer en acceder al Trono del Crisantemo y gran protectora del budismo en Japón a finales del S. VI), Kôkyoku (642-645, la cual volvió a reinar con el nombre de Saimei entre 655-661), Jitô (686-697), Genmei (707-715, quien dio inicio al periodo Nara), Genshô (715-724) y Kôken (749-758, que repitió reinado con el nombre de Shôtoku entre 764-770). La presencia de emperatrices gobernantes del pueblo japonés destacó de manera especial en los siglos VII y VIII. A partir del S. XII, cuando se inició el régimen militar de Kamakura, se impuso el sistema patriarcal.
Por otra parte, a finales del S. VII encontramos ya las primeras predecesoras de las geishas. Son las llamadas saburuko, que podría traducirse como “las que sirven”. Eran generalmente mujeres sin hogar estable, que subsistían a base de favores sexuales, cuyas familias tuvieron que trasladarse de ciudad por las luchas de finales de los 600. Normalmente, las saburuko eran de clase extremadamente baja, aunque algunas contaban con talento y buena educación, de las cuales muchas a menudo asistían a reuniones de aristócratas para amenizar las veladas con sus bailes y con sus canciones.
Muchos siglos después del período mesolítico nipón, se siguen encontrando representaciones de la mujer como figura sagrada portadora de la abundancia y portadora de vida.Un excelente ejemplo de esta afirmación la constituye la pintura de Kichijô-ten odiosa de la belleza y la fertilidad, originaria de la India. Dicho kakemonofue realizado presumiblemente en el año 720, en el período Nara, por lo que es notoria la influencia china en su iconografía y técnica. La obra representa a la diosa con un traje de la corte con motivos chinos. El halo de luz que rodea su cabeza y la gema sagrada que lleva en su mano la identifican como una deidad budista. Sin embargo otros aspectos, como su rostro redondeado y sus atavíos, evocan la imagen de una belleza de la dinastía china Tang o del periodo Nara.
La figura no es estática, sino todo lo contrario, tanto la mujer como sus ropajes están siempre en movimiento y dinamismo constante, algo extraño en un período de gran rectitud y estatismo en las artes. Aquí se representa una mujer, con atuendos y gestos característicos, acordes a su rango todavía divino.
Podemos pensar, observando la postura y refinamiento de la Diosa, el gusto del japonés por la mujer de corte en aquellos tiempos. No es inverosímil relacionar la iconografía de la Diosa con el estereotipo de mujer (tanto física como sentimentalmente) que demandaban los japoneses, pues en aquel período se gustaba mucho de toda influencia desde china, y, por supuesto, también la belleza femenina.
Cabe destacar que en este período pasamos de una abstracción de la femineidad a una materialización de la mujer, a un concepto de belleza en la delicadeza y la fineza. Ejemplo de ello es la postura de las manos y la atmósfera mezclada entre divinidad y status de dama de corte.
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