El lunes 28 de diciembre de 2015, casi por sorpresa y en un momento extraño, a pocos días de terminar un año convulso políticamente para Japón, se anunciaba en los periódicos de todo el mundo que los ministros de exteriores japonés, Fumio Kishida, y surcoreano, Yun Byung Se, habían salido de una reunión formal con la intención de poner “punto y final para siempre” a la cuestión de las mujeres de confort. Dos días después de la reunión en la que se ponían sobre la mesa mil millones de yenes a modo de compensación histórica, fuentes del gobierno nipón comenzaban a poner “peros” a lo acordado, empezando por pedir la retirada del mítico monumento conmemorativo situado frente a la antigua embajada japonesa en Seul. Más de un año después, la polémica sigue candente y el asunto lejos de ser cerrado permanentemente como se aseguraba tras aquella reunión. Pero, ¿qué es lo que suponen estas “mujeres de confort” para que tras tantas tentativas, discusiones públicas y revisiones históricas aún supongan una herida abierta entre las relaciones de los países más poderosos del Pacífico Asiático?
Conocidas con el eufemismo de ianfu, durante los albores de la Segunda Guerra Mundial, miles de mujeres (las cifras bailan de entre las 30 mil hasta las 200 mil) fueron llevadas desde todos los lugares bajo los dominios del Japón Imperial a burdeles donde eran prostituidas para goce y disfrute de los soldados nipones. Su existencia, como la de los grandes damnificados de la mayoría de conflictos humanos, permaneció siempre en un segundo plano, lejos tanto de los Tribunales del Lejano Oriente como del espejo público, y sólo pasadas las décadas, poco a poco, las supervivientes fueron haciendo oír sus voces y su ansia de justicia, iniciando una lucha por la visibilización y compensación de unos crímenes que a día de hoy muchas no consideran ni cercana a cerrarse.
¿Es una cuestión, la de las ianfu, acerca de una protesta social ignorada? ¿O supone algo mucho más grande, que ha traído de cabeza a la diplomacia internacional, no sólo de los gigantes asiáticos sino incluso de los EEUU? ¿Qué tiene de novedoso e importante su aparición en escena y qué ha significado a la hora de revalorizar lo que consideramos crímenes y víctimas de guerra? Mucho se ha escrito sobre ello y mucho queda aún por decir y discutir para llegar a comprender las responsabilidades e intereses de todos los bandos implicados en un tema tan escabroso como el del esclavismo sexual. Intentemos recopilar hechos probados, puntos de vista, investigaciones y reivindicaciones para poder trazar la línea que separe el ventajismo político o el interés parcial, de la justicia y la memoria que se merecen las víctimas de tales atrocidades.
El propio término de “mujeres de confort” resulta altamente polémico y levanta ampollas, especialmente entre el espectro político conservador del país del Sol Naciente. La falta de concreción en su definición, la destrucción y ocultamiento de datos, así como también su manipulación y falseamiento por parte de diversos agentes, hace que muchos se escuden tras la propia inconsistencia que supone definir a alguien como mujer de confort, más allá del propio testimonio de la implicada. La escasez de supervivientes, el miedo y la vergüenza con la que cargaron a sus espaldas, unido a los traumas derivados de la prostitución forzada, provocó que muchas víctimas nunca salieran a la luz pública. Eso por no hablar de cuantas se quedaron por el camino, asesinadas, silenciadas, suicidas.
Para empezar, hay que saber que la prostitución era absolutamente legal en el Tenno del Crisantemo (no fue hasta 1957 que se constituyó una ley que la prohibía, y aún hoy día sobrevive con buena salud en forma de muchos subterfugios y vacíos legales), y no sólo eso, sino que era bastante abundante. Japón, para poder entrar dentro de organismos internacionales como la Sociedad de Naciones, tuvo que firmar en 1925 a favor de la Convención para la Supresión del Tráfico de Mujeres y Niños, pero excluyó del empleo de estas medidas a todas sus colonias. De ahí la proliferación de las karayuki-san (algo así como “señorita exiliada”), nombre con el que se referían a las hijas que se iban a trabajar lejos de casa, normalmente en condiciones de semiesclavitud, y cuya libertad estaba reglada por las deudas contraídas por la familia hacia la empresa que se encargaba de su “manutención”, así como del pago del viaje y la “oportunidad laboral”. Para pagar aquellos costes, la karayuki-san acababa trabajando gratuitamente a cambio de una vida ingrata, pasando la mayor parte del tiempo en la fábrica y el resto encerrada en el barracón asignado para ella, con otras en su misma situación y muy poca o nula libertad de movimiento. De entre ellas, las más desposeídas tenían posibilidades de acabar siendo prostituidas por los dueños de su fuerza de trabajo. Y dado que la prostitución era considerada legal y la deuda contraída entre la familia y la empresa, lícita, la situación de estas chicas se normalizaba y justificaba.
Obviamente, hablamos de un fenómeno que implicaba a las clases sociales más bajas, especialmente común durante la era Meiji, donde la sobrepoblación del país ayudó a impulsar el imperialismo y la colonización de tierras más allá de Honshu, Kyushu, Shikoku y Hokkaido. Prostituir a muchachas de familias humildes podía llegar a verse como un modo de aligerar la carga que suponía una boca más que alimentar y, al mismo tiempo, forzar el éxodo a nuevos territorios en los límites de los dominios del emperador. Muchas de las que a lo largo de la Historia se catalogaron como mujeres de confort, por tanto, se encontraban perfectamente dentro de la legalidad japonesa. Y aquí comienza el primer problema y la primera discusión entre conservadores y víctimas: los revisionistas consideran que muchas de las ianfu contabilizadas no eran tal, sino que fueron prostituidas por “propia iniciativa”, considerando su situación dentro del marco laboral y no del esclavismo.
La dimensión del conflicto sólo podemos alcanzarla si observamos la violación, el rapto y la coerción sexual como arma de guerra. Es decir, es necesario posicionarse en una visión de género para comprender gran parte de lo que implica denominarse ianfu. Es obvio que la dominación sexual, a muchos niveles, es un elemento básico en la jerarquización de una sociedad patriarcal, y que esto toma una dimensión si cabe mayor en un contexto bélico. Antropólogos como Marvin Harris han ligado la belicosidad a los comportamientos machistas en sus teorías. Ejemplos mitológicos e históricos tenemos de sobra: desde el rapto de las sabinas como elemento fundacional de Roma, pasando por la voracidad sexual de Ghengis Khan (al que se le atribuía inseminar cientos y cientos de mujeres de los pueblos sometidos por su imperio), hasta ejemplos más recientes y paralelos al que aquí estamos tratando como el control poblacional de la Alemania Nazi, con la creación de las famosas “Secciones del Placer”. El botín y el saqueo han sido clásicamente motivación básica de cualquier ejército (hecho defendido hasta por Sun Tzu en su “Arte de la Guerra” y las mujeres, consideradas por el patriarcado como moneda de cambio o trofeo a obtener por el hombre, estaban entre lo más deseado de éste. La prostitución, pese a que existen teorías feministas y puntos de vista enfrentados entre ellos, ha sido en gran parte sólo una consecuencia final de esta dominación sobre el cuerpo y la sexualidad femenina. Pero, al igual que los feminicidios, representa la punta del iceberg de todo un sistema de jerarquización y opresión.
Muchos revisionistas se defienden diciendo que Corea, principal agente denunciante en este asunto, en aquel momento no se encontraba en situación de guerra. Y esto es verdad, la Segunda Guerra Mundial no llegó a producirse como tal en Corea, puesto que la península llevaba ya bajo dominio japonés desde 1910. Otra cosa es que, obviamente, Corea estaba fuertemente militarizada y era base de operaciones y logística dentro del plan de conquista y expansión que estaba llevando a cabo Japón en el Pacífico. No resulta difícil imaginar porqué la mayor parte de las ianfu que se han dado a conocer pertenecen a este país, pues era de lejos aquel en el que la presencia de soldados japoneses era más abundante, y con ello abundaban también los prostíbulos, conocidos como “estaciones de confort”. No fue Corea, claro, el único lugar donde se practicaron estas técnicas, si no que las chicas eran oriundas, como se ha dicho, de todos los lugares por donde pasaba el ejército nipón, notablemente en China, pero también en lugares colonizados en ultramar, tanto por el propio Japón como por potencias occidentales, tales como las actuales Filipinas, Birmania, Vietnam, Malasia, Taiwan, Indonesia o Tailandia. De hecho, algunas de las víctimas contaban con nacionalidades europeas, al estar muchos de estos países bajo mandato francés, inglés u holandés por aquel entonces.
Pero el ejemplo de Corea es el paradigmático y el más célebre con mucha diferencia, suponiendo a día de hoy el punto de fricción más grande entre los dos países. ¿Por qué sucede esto? Entramos en terreno espinoso si queremos lanzar teorías o críticas acerca de la auténtica relevancia de las mujeres de confort en la historia coreana, y más de una persona se ha visto en apuros por atreverse a cuestionar la versión oficial de los hechos. La profesora de la Universidad de Sejongun, Park Yu-ha, tras un fallo judicial, llegó incluso a ver su salario confiscado por la publicación del libro “Mujeres de Confort del imperio” en 2013, e incluso se vio obligada a modificar segmentos del mismo por haber sugerido que no existió esclavismo sexual sino mera coacción. El lobby Chong Dae Hyup (o Consejo Coreano de Mujeres Reclutadas como Esclavas Sexuales por los Militares Japoneses) ha llevado la voz cantante y ha sido el mayor organismo de presión internacional, organizando la salida en público y las declaraciones de casi todas aquellas que deciden, a partir de los años 90 y comenzando con la ya difunta Kim Hak-Sun, salir a la luz pública a contar su experiencia durante la colonización nipona. La rivalidad Corea-Japón es latente en este tema, e instrumentaliza gran parte de las rencillas históricas y económicas existentes entre los dos países, elemento que disgusta sobremanera al que se intenta erigir como tutor internacional de ambos, los Estados Unidos, a los cuales les interesaría mucho más tener a sus dos socios asiáticos trabajando mano a mano haciendo frente común ante rivales más o menos serios como Corea del Norte o China. De ahí que Obama insistiera tanto en la reconciliación de ambos países en este tema, o que el Secretario de Estado Kerry fuera el primero en felicitar a Shinzo Abe por el acuerdo anteriormente mencionado.
Pero no todas las ianfu eran de procedencia coreana. De hecho, nuevamente se repite una dinámica de poder y representatividad. Dado que Corea del Sur es aliado de Estados Unidos y forma parte de los países punteros del capitalismo liberal en Asia, la problemática de las ianfu se magnifica frente al olvido que sufre en estados que no están tan interesados en echarle un pulso a su ex-metrópoli nipona o que, simplemente, no dan importancia a este suceso como posible estrategia diplomática o mediática. Sin embargo, es muy posible (y en esto están de acuerdo historiadores críticos y revisionistas) que las mayores atrocidades debieron llevarse a cabo en colonizaciones más tardías que la coreana, sobre todo en el contexto de guerra.
Sí es cierto que conocemos el testimonio de la australiana Jan Ruff O’Herne, en su libro 50 años de Silencio, el cual ha dado la vuelta al mundo al contar con la ventaja de que la víctima en este caso formaba parte de un país occidentalizado, capitalista y poblado en su mayoría por etnia caucásica de cultura judeocristiana que, además, era aliado del bloque capitalista durante la Segunda Guerra Mundial. Otros testimonios no han tenido tanta suerte para salir a la luz, pero posiblemente en ellos es donde se esconde la peor cara del sistema ianfu.
China, por ejemplo, carente de una visión histórica que sea aceptada tanto por su régimen como por el resto del planeta (sin ir más lejos, la Masacre de Nanking aún no es reconocida por gran parte de los libros de texto japoneses y se la reduce a la categoría de “incidente”), ha carecido de reivindicación femenina hacia el sistema ianfu, y el impacto de sus reivindicaciones ha sido mucho menor en términos de exposición mediática mundial. Sin embargo, tenemos constancia de la existencia de burdeles mixtos (militares y civiles) ya en 1932, en la zona de Shanghái y Manchukuo, punto neurálgico del sistema ianfu, al parecer iniciado en esta zona por el Vicesecretario General de la Fuerza Expedicionaria, Yasuji Okamura, y el general Okabe Naozaburo, del cual conservamos algunas cartas en las que criticaba el comportamiento salvaje de sus subordinados e instaba a la regulación activa de estos burdeles. Siguiendo con documentos militares, el teniente Hayao Torao, psiquiatra, describe en varios estudios cómo los japoneses tienden a sopasarse con las mujeres chinas como con ninguna otra, especialmente en contextos rurales donde las posibilidades de ser fiscalizados o represaliados son mucho menores. Psicológicamente hablando, la falta de disciplina y la garantía de no tener oposición, hacía que los soldados dieran rienda suelta a su máxima crueldad. No sin razón, en la estación de confort de Shilu se calcula que murieron doscientas mujeres en los tres últimos años de la guerra y que la ratio de suicidio podía llegar hasta el 40%.
Peores casos se registraron en zonas más meridionales. Documentos de los juzgados imperiales desclasificados en 2007 hablaban de coerciones severas en la zona de la actual Indonesia. El teniente Seidai Ohara habla de cómo constituye una estación de confort en la isla de Moa, donde cinco esposas de rebeldes locales que habían luchado contra el kempeitai (la policía política japonesa) fueron obligadas a prostituirse. Es el caso más claro que tenemos de descripción de rapto de mujeres para su prostitución. Pero no el único. En otros documentos desclasificados por el gobierno australiano en 2014, el historiador Yoshiaki Yoshimi descubría cómo se empleaba gas de cianuro para torturar prisioneros holandeses, así como también encontraban la confesión de una mujer del mismo origen que, en la isla de Java, describía como amenazaban a sus familiares si no aceptaba acostarse con soldados japoneses. Los casos de venéreas, por su parte, sabemos que entre los soldados nunca bajaban de los doce mil anuales en los registros médicos.
Entonces, si la situación fue tan grave, ¿cómo es posible que hasta los años 90 no tengamos las primeras confesiones? ¿Por qué casi nunca se tuvo en cuenta el sistema ianfu en los tribunales de guerra? ¿Dónde estaban todas las afectadas? Mucho habría que teorizar al respecto, ya que no existe una respuesta clara. En primer lugar, el sesgo de género es muy marcado: muchas afectadas tenían miedo, vergüenza o inseguridad. Algunas podían haber sido vistas incluso como colaboracionistas con el enemigo. Los tabúes sexuales y la subordinación de la mujer dentro del patriarcado, más si cabe en una situación de guerra, provocaba que sus voces fueran menospreciadas y sus testimonios ignorados. La condena al ostracismo por haber ejercido como prostitutas, pudiendo llegar a ser tachadas de colaboracionistas, hacía que la mayoría prefiriera vivir el trauma en silencio durante el resto de sus vidas. Por otro lado, hay que tener en cuenta una posible destrucción sistemática de pruebas, no sólo materiales, sino humanas. A medida que Japón perdía posiciones en el Pacífico y se sucedían los bombardeos, los burdeles en lugares remotos que eran abandonados, quedando condenadas las mujeres a su suerte.
Y a ello hay que añadir la ya comentada instrumentalización del conflicto, que ha sido espoleado o no dependiendo de los intereses estatales de los gobernantes. Tengamos en cuenta que muchas de las colonias niponas donde se produjo la esclavitud sexual (China, Filipinas, Taiwan, Indonesia), conocerían más tarde regímenes autoritarios que podrían, o no, preocuparse por el pasado, sufrimiento y destino de su población. Sin ir más lejos, la posición oficial del gobierno surcoreano era la de dar el asunto por zanjado después de la compensación económica que Japón donó en los años 60 a la dictadura de Park Chung-Hee, el cual mitificó la resistencia coreana para justificar su posición de víctima y así asegurarse el lugar en el poder. Obviamente, muy poca gente fue seleccionada para beneficiarse económicamente de los más de 500 millones de dólares (entre préstamos a fondo perdido y créditos blandos) y en su mayoría se emplearon para hacer despegar económicamente a Corea. De tal forma, el gobierno zanjaba la posibilidad de llevar a cabo otras reclamaciones relacionadas con el periodo colonial, quedando gran parte de las damnificadas sin vindicación alguna.
Cómo el asunto ianfu se fue recuperando de la memoria histórica y las consecuencias que ello tuvo y cómo cambió las relaciones entre Japón y sus vecinos es algo que iremos viendo con los dos siguientes artículos de este tríptico.