Corren tiempos prometedores para el cine del sudeste asiático. Si en artículos anteriores reseñábamos la respetabilidad ganada para Camboya e Indonesia por los documentales La imagen perdida y The Act of Killing, en esta ocasión es Laos el país que nos sorprende con un intenso relato, por momentos igualmente crudo, pero que maneja sutilmente el tono y los tiempos para mantenerse digerible y ameno.
Ópera prima del australiano Kim Mordaunt, The Rocket nos invita a seguir los pasos de Ahlo, un rabioso chaval que se ha visto obligado a madurar antes de tiempo y a cargar con un sambenito impuesto por ancestrales creencias. Heredero, una vez más, de una digna estirpe de granujillas fílmicos que se debe al París de Lo 400 Golpes y la Italia neorrealista, pero también a la imaginación de Matilda, el heroísmo de Slumdog Millionare o de Wadjda, o la escalofriante adultez antes de tiempo del Jairo de Los Olvidados o de los aspirantes a skinhead de This is England.
Sitthiphon Disamoe, el joven actor protagonista, es él mismo un niño de la calle, fenómeno común en un Laos que es récord mundial en número de minas antipersona dispersas por su superficie. La naturalidad de su interpretación nos hace cuestionarnos la necesidad de cursar estudios de arte dramático. Por otra parte, el papel de Ahlo le viene como anillo al dedo. Hablamos de un chico que ha tenido que enfrentarse a los obstáculos desde su nacimiento, marcado por los peores auspicios según los criterios de su tribu natal. La propia abuela paterna, último reducto de los valores tradicionales, jamás quita ojo a los golpes de mala suerte de un niño que, por su condición de gemelo de un hermano que nació muerto, está en teoría destinado a no traer otra cosa sino desgracias a la familia y al pueblo.
La razón de existir de Ahlo es básicamente negar ese sino impuesto desde su primer día en el mundo. Su lucha es una lucha contra la vida y contra el destino. Una lucha en la que, por fortuna, no está del todo solo: cuando la cohesión familiar flaquea, siempre se puede hallar refugio en la verdadera amistad. Y ése es el papel que viene a ocupar Kia, una flor en medio de la adversidad, y una niña de ¿seis años? (difícil de calcular) con todos los arrestos y recursos, pero a la vez con toda la ternura y las necesidades de una cría.
A la pareja de amigas va ligado el Tío Púrpura, personaje compasivo y a la vez digno de compasión que no deja de recordar, estrambótico y a la vez tierno, a los desharrapados y entrañables Tokio Godfathers de Satoshi Kon en su capacidad de comprender y arropar. Tío Púrpura, alcohólico imitador de James Brown a tiempo completo,disfraza, exhibe y simboliza a la vez la tragedia de todo Laos: las heridas de la guerra, la pérdida del pasado, del presente y del futuro. El refugio en la bebida, en las promesas importadas y las ensoñaciones que, cuanto más rocambolescas, más lejanas del día a día en una selva sin promesas. Y, por tanto, mejores.
Pero lo valioso de The Rocket es que sus personajes no sólo funcionan como símbolos o como excusas para narrar la vida difícil en un país bien alejado de nuestros estándares de cultura y de comodidad. The Rocket es un cuento antes que un documental, fantasía antes que nada, producto de lo imaginado que ha sabido beber de lo real. Contiene polvo de hadas, golpes que duelen, deus ex machina, hombres sin piedad, madres amantísimas: la crueldad y la indulgencia de la vida.
Por ello, lo de menos es que la historia transcurra en este Laos de escaso futuro. Tenemos problemas familiares, juegos de niños, crueldad capitalista, belleza natural, conflicto intergeneracional, fidelidad y constancia a toda prueba, picardía, vidas que parten de cero. Si este cóctel les seduce, consideren que Laos puede ofrecer cine social, familiar y melodrama con la misma solvencia que las industrias fílmicas a las que estamos habituados.
El cine de los países “de la periferia” tiene, en efecto, más ases en la manga que mostrar. Tienen, por ejemplo, la intención decidida de establecer con nosotros un diálogo maduro a través de un arte complejo. Un arte de individuos que sufren, pero que también piensan, frivolizan, ríen y crean, holgazanean, hacen juegos de palabras, flirtean o compiten. Acaso descubrir este potencial narrativo (y humano) de otros pueblos además de sus tragedias sea el secreto para sentirlos más iguales. Infiltrarse en sus anécdotas y chascarrillos, en sus modismos y sus manías. Y muy al caso viene este The Rocket rodado por un director lleno de respeto por el material y el reparto. En definitiva, una contribución magnífica al cine además de a ensanchar nuestra mirada.
Diversos festivales ya han saludado la cinta con premios y parabienes. No la pasen por alto: en nuestro propio palmarés, el despegue de The Rocket lo es en toda regla.
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