En el cine, como en la vida, los sentimientos pueden expresarse a través de múltiples medios. No obstante, algunos siempre transmitirán el mensaje de modo más distante.
Rithy Panh, nacido en 1964, es un director camboyano hoy de plena actualidad gracias a La imagen perdida. Esta reciente mezcla entre el documental y la expiación de cuentas pendientes ha recibido el marchamo oficial de calidad, pero también de profundidad, en dos de los festivales más mediáticos de la industria del cine, siendo recompensada con el mayor galardón en la sección Una cierta mirada del Festival de Cannes y con una nominación al Óscar como Mejor Película de Habla No Inglesa. Categorías ambas, ya saben, que se quieren siempre sesudas y ‘de autor’.
La imagen perdida también ha dejado buen sabor entre la crítica. Y todo ello optando por lo sencillo: la mitad de su metraje se compone de imágenes de archivo documental, y la restante está protagonizada por muñequitos de arcilla pintada. Semejante idea ha despertado opiniones encontradas. ¿Opción estética o nacida de un presupuesto ajustado? Parece que más bien lo segundo, aunque se ha intentado hacer de la necesidad virtud. Con más o menos tiento, eso ya es discutible.
La historia de Panh es a un tiempo colectiva e individual, y nace de una deuda con el pasado compartido, pero también con el más íntimo, por parte del director. Resulta lógico cuando se quiere saldar cuentas con un genocidio ocurrido hace tan poco que resulta espeluznante. Y es que Rithy Panh vivió en primera persona, y sobre su propia familia, toda la oleada de muerte y crueldad que supuso el régimen de los jemeres rojos en Camboya. El genocidio camboyano, que suele decirse, o auto-genocidio incluso.
Rithy Panh ya había hecho de la tragedia camboyana su tema obsesivo (y catártico) en repetidas ocasiones. Con su Gente del arrozal (1994) ya optó a la Palma de Oro. Este docudrama fue, además, la primera película camboyana presentada (que no nominada) para participar en los Óscar por parte de Camboya. Y en 2013, unos cuantos años después, mismas obsesiones, fantasmas y urgencias.
Panh es un director que aspira a hacer arte y a la vez historia, política y psicoanálisis, auto-encomendándose la misión de difundir los horrores históricos de su país y los de su propia biografía. El resultado en esta ocasión es bien digno. Sin embargo, ¿es brillante? ¿O la verdadera virtud de La imagen perdida es más bien la de servir de altavoz a una historia a la que no se le ha hecho justicia como se debe? Muchos en Occidente desconocen este episodio, y en la empobrecida Camboya actual, muchos de los verdugos de hace unas décadas aún ocupan cargos de responsabilidad, en un trasunto de democracia que encubre y olvida lo que sea necesario para esquivar los problemas, la injerencia extranjera a través de los tribunales internacionales de derechos humanos, o lo que haga falta.
Que La imagen perdida es, pues, un documento y un testimonio valioso y noble parece bastante defendible. Pero, en lo que a historia(s) se refiere, el testigo directo no tiene por qué ser el mejor narrador, ni el más ameno. Y es que, para aquél que ya sabe ‘de qué va la cosa’, y que se conoce bien la andadura de ese pieza renombrado como Pol Pot y de sus secuaces, el doloroso film de Panh, que debería conmover hasta las lágrimas, corre el peligro hasta de aburrir en ocasiones.
Y en ello, como comentábamos al principio, influyen los medios. La voz grave de Panh, que nos acompaña en un francés de hermosa dicción a lo largo de toda la película, por momentos resulta deprimentemente monótona. Abundan los planos alargados hasta la extenuación, puntuados por silencios pensados para hacer reflexionar, intensificar la gravedad o mostrar el respeto debido al drama.
La estructura del guión es, por otra parte, desigual, incluyendo reiteraciones que sobrecargan el metraje, y una gestión algo torpe de los tiempos y las intensidades. Esto acaba afectando al interés del espectador, pues La imagen perdida ya se ve lastrada por un prólogo exageradamente largo y poco concluyente. Y tampoco lo que sigue consigue estar a la altura en todo momento, a pesar de algunas escenas en las que contenemos la respiración.
Finalmente, después de todo lo dicho, de ver La imagen perdida se sale más pensativo y taciturno que con el corazón en un puño. ¿Extraño? ¿Negativo?… ¿O no?
Cabría discutir si esta invocación a la razón más que al corazón es intencionada por parte de Panh. Quizá un intento de evitar caer en demagogias, o en sentimentalismos que acaben haciendo daño al director, que también es el narrador y la víctima nunca del todo sanada. De todos modos, hay quien se ha dicho inmensamente conmovido por el relato. Aunque otros sí han señalado, por su parte, que se impone entre espectador y película cierto distanciamiento que hace al resultado final cojear. Sea como fuere, bien vale un elogio esta fábula trágica que, por una vez, prefiere percutir en nuestra materia gris, indignar y estimular, que hacernos sacar el pañuelo durante dos horas.
La uniformidad de las figuras de arcilla es, en cualquier caso, triste sustituto de lo que la película podría haber sido con actores reales. El padre de Panh, que se rebelará en contra de Pol Pot y de su régimen con su dignidad como única arma, pide a gritos una voz y un rostro. Lo mismo se aplica a toda la familia Panh y a su feliz vida de clase media en Phnom Penh, capital de Camboya, antes de que llegara el desastre.
Y el desastre llegó en los años 70, cuando los jemeres rojos, fanáticos seguidores de un comunismo maoísta llevado al extremo, decidieron acabar con la civilización. Con la individualidad. Con el dinero. Con el amor. Con la salud. Y sin ambages: bodas por sorteo impuestas para incrementar la natalidad, el banco nacional dinamitado y el dinero vetado, prohibición de toda propiedad personal salvo una cuchara y unas raídas ropas de color negro distribuidas a todos por igual. Todo un país esclavizado, toda una clase media expulsada de las ciudades para ser reeducada como campesina, y sometida a un ensañamiento especialmente duro. Toda una población enviada a trabajar el campo de sol a sol, a construir presas y canales que luego nunca conducían a nada, a jugarse el pellejo por cazar ratas para complementar la menguante ración de arroz.
Todo esto y mucho más ocurrió en la Campuchea democrática de los jemeres rojos, que en tres años escasos se las arreglaron para asesinar directa o indirectamente a una cuarta parte de sus conciudadanos recurriendo a la tortura, la ejecución y la hambruna selectiva (pues ésta, generalizada, no afectó a las autoridades del Partido). Unos años más en el poder, y quizá no habrían quedado Rithy Panhs para contarlo.
Es difícil encontrar el tono adecuado cuando vas a contar la aniquilación de todo lo que amaste. En este sentido, todo puede ser disculpable a un Panh que se las ve con un material desgarrador. Así, La imagen perdida quizá no sea la mejor opción para conocer la historia reciente de Camboya a través de una pantalla, pero sí consigue ser relevante y necesaria. Muchos habrán podido, gracias a ella, conocer la increíble historia de un país que desearía verse reflejado en la gloria de los templos de Angkor Wat, máximo legado de la civilización jemer… y no en las imágenes perdidas, las personas perdidas, la felicidad perdida, los recuerdos que no desaparecen.
El éxito de La imagen perdida (es posible que una reciente reseña por parte del mediático Carlos Boyero contribuya a su difusión en nuestro país) es, en cualquier caso, positivo. Siempre es positivo que existan más documentos, con sus más y con sus menos, acerca de una de las tragedias humanas con más calado de la historia reciente, pero que, sin embargo, no ha resultado tan mainstream como otras. Aunque quién sabe: puede que el desinterés relativo de Hollywood por la historia camboyana (salvando el caso de Los gritos del silencio) haya contribuido, por un lado, a silenciarla, pero también a salvarla de ser banalizada a fuerza de repetición.
La nominación al Óscar de La imagen perdida vendría ahora a equivaler a una discreta bendición que imparten quienes detentan la potestad de darla. Camboya y sus horrores se convierten en un asunto que merece ser tratado y conocido a partir del punto en el que así lo aprueban y dictaminan los señores que ‘parten el bacalao’. Y, de momento, sólo dentro de las estrictas reglas del juego que vienen en el pack de eso de ‘film de habla no inglesa’. Es decir: eso del cine ‘sesudo y de autor’.
En cualquier caso, hablando de potestad y legitimidad, lo que sí es cierto acerca de La imagen perdida es que quizá el grito que encarna es más auténtico, porque los que gritan son aquellos que se han ganado a pulso el derecho a hacerlo. Nuestro veredicto final: buena noticia para la memoria histórica de Camboya, señor Panh, y meritorio intento el suyo. No es usted un genio, pero ni falta que le hace. A veces, el coraje de dar testimonio es más importante.
Para saber más:
No es la voz de Panh la que narra. Hay un narrador. Puede parecer un dato anecdótico, pero no lo es.