La palabra kamuro (escrita con los kanji de “calvicie” y “niño”) comenzó a utilizarse a finales del periodo Heian tardío (1180-1185) para referirse a los niños-pajes de la corte de Taira no Kiyomori que llevaban el cabello corto y gran parte de la cabeza rasurada. El primer kanji de esta palabra expresa la idea calvicie y, con el paso del tiempo, sustituyó a la palabra original para hacer referencia a todos los niños (sin importar su género) que, ya vivieran en la corte o fueran de la gente común, utilizaban dicho estilo de peinado.
La popularización del cabello corto y la cabeza rapada entre los niños y las niñas de finales del siglo XII se debió a que funcionaba como una medida de control parental, debido a que la imagen de dicho corte guardaba relación con la imagen de los kappa y, consecuentemente, con la amenaza velada del infanticidio.[1]
Pese a los antecedentes históricos, la palabra kamuro, en su acepción más usual, designa a las niñas que vivían y se entrenaban para servir como asistentes de las prostitutas de alto grado (jôi no oiran) en los diferentes barrios de placer (yûkaku) de Japón, pero específicamente en los burdeles de Yoshiwara del periodo Edo (1603-1868).
Es importante señalar que, a lo largo de este periodo, existieron dos Yoshiwara: el primero (Moto-Yoshiwara), establecido por Shôji Jinemon, en 1618, en lo que actualmente es la rivera del barrio de Nihonbashi; y el segundo (Shin-Yoshiwara), establecido a finales de 1656, en lo que actualmente es el barrio de Asakusa, después de que los incendios de “El Gran Fuego de Meireki” (2 de marzo de 1657) consumieran las casas de placer del antiguo Yoshiwara.
A partir de su establecimiento en Asakusa, Yoshiwara cambió la escritura de su nombre, sustituyendo el kanji de “junco” por el de “buena suerte”. El cambio de nombre también implicó una profunda modificación en las condiciones de vida de las cortesanas: a diferencia de la primera parte del siglo XVII, los clientes asiduos a los barrios de placer dejarían de ser miembros de la élite social, con buena educación y buenos modales, para ser sustituidos por miembros menos letrados pertenecientes a una nueva clase burguesa compuesta en su mayoría por comerciantes (chônin).[2]
La necesidad de instruir a la gente menos preparada sobre las normas de comportamiento y el protocolo a seguir en una visita a los barrios de placer dio origen a un nuevo género literario: el yûjo hyôbanki o “críticas de cortesanas” que aparecieron, por primera vez, en 1655. Sin embargo, no fue sino hasta 1660 con la publicación de Yoshiwara kagami (“El espejo de Yoshiwara”) cuando el género se popularizó entre los visitantes.
El cambio en los patrones de representación visual que sufrieron las kamuro es evidente en las estampas ukiyo-e: de ser niñas rapadas que recordaban la imagen de los kappa, pasaron a ser niñas de cabellos largos y peinados complicados que usaban el mismo tipo de ropa que las cortesanas.
Tal como puede apreciarse en las imágenes de los grabados, las kamuro ejercían como pajes y acompañantes de las cortesanas en sus salidas fuera de las casas de prostitución. Y, al interior de las mismas, realizaban diversas tareas domésticas. Las “casas de té” se hacían cargo de las necesidades básicas de las niñas: les daban de comer, las instruían, les enseñaban a leer y a escribir, a celebrar la ceremonia del té, además de a cantar y a tocar algún instrumento.[3] Las oiran cuidaban a las kamuro como si fuesen sus hermanitas pequeñas. E, incluso, se dice que el término oiran podría haberse derivado de la frase “oira no ane” (“mi hermana mayor”) con la que las kamuro se dirigían a las prostitutas.[4]
El mito de la prostitución infantil
Hasta nuestros días persiste la idea de que las kamuro eran niñas vendidas por sus padres a los burdeles para ejercer como prostitutas. Se suele inferir que las niñas formaban parte del comercio sexual establecido de la época. En un artículo reciente firmado por Hibiya Taketoshi (2020), se afirma tajantemente:
La mayoría de las prostitutas eran chicas de familia pobre que trabajaban para devolver un dinero que sus proxenetas habían pagado a los padres por adelantado. […] Los burdeles grandes disponían de un sistema jerárquico en que las trabajadoras se clasificaban en tres categorías: las kamuro, recién llegadas, las shinzô, aprendices, y las oiran, prostitutas de alto nivel.[5]
Sin embargo, no existe evidencia de que el comercio sexual infantil fuera una práctica común en Yoshiwara. De entre las razones que Shoji Jinemon presentó a las autoridades para establecer el primer Yoshiwara, se encontraba el poder controlar a los bandidos que secuestraban niñas pequeñas para internarlas en el mundo de la prostitución.[6] Jinemon apuntaba también a las personas que adoptaban niñas de familias pobres para prostituirlas. El rapto de niñas con fines de comercio sexual era un problema que existía mucho antes del establecimiento del Yoshiwara, pero, a la vez, la existencia de este barrio de placer impidió, en teoría, la continuación de esta práctica. Las kamuro eran vendidas por sus padres entre los cinco y los siete años de edad, pero no era sino hasta que cumplían los trece o catorce años cuando eran iniciadas en el comercio sexual.[7]
Determinar hasta qué punto, en el siglo XVII, una joven de trece años era considerada una “niña” puede volverse problemático. Sabemos que algunos hechos de carácter biológico, como la aparición de la menarca o del vello púbico, eran considerados como señal de la maduración sexual y que, incluso, “los ritos de la masculinidad y la feminidad, celebrados alrededor de los 15 años, simbolizaban, con frecuencia, la iniciación en [el ejercicio de] la sexualidad”.[8] Además, considerar que la esperanza media de vida para esa época no superaba los cincuenta años, que muchas prostitutas morían o se retiraban antes de llegar a los treinta, y que la edad promedio de casamiento para las mujeres rondaba los veinte, puede ayudarnos a mejorar el panorama socio-cultural en el que las shinzô eran iniciadas.[9]
A manera de conclusión
Las kamuro, lejos de ser prostitutas o aprendices de prostitutas, son niñas que pueden mostrarnos diversos modelos de relaciones sociales que ya hemos olvidado. Por una parte, al ser educadas por prostitutas, lejos de sus padres, hermanos y familiares, las kamuro nos muestran el valor de la educación y el arte frente a la precariedad, así como el poder que la cultura ejerce sobre los seres humanos. Pero, además, nos enseñan que frente a la adversidad y a la traición por parte de los que más amamos, la fraternidad puede existir incluso en los sectores sociales más estigmatizados.
Para saber más
Notas:
[1] Tal como lo expresa Yanagita Kunio en Tôno Monogatari (l910), los niños y las niñas que guardaban cierta apariencia con los kappa eran considerados horribles y desagradables y, en algunos casos, al momento de nacer eran sacrificados por sus propias madres. Cfr. Yanagita, Japanese folk tales, Tokyo, Tokyo News Service, 1961, pp. 55-59.
[2] Cfr. Teruoka Yasutaka, “The pleasure quarters and Tokugawa culture”, en Gerstle, Andrew, 18th Century Japan, Curzon Press, 1989, p. 5.
[3] Cfr. “Kamuro” en De Becker, Joseph Ernest, The sexual life of Japan: being an exhaustive study of the nightless city or The History of the Yoshiwara Yukwaku, Yokohama, Yokohama Bunsha, 1899, pp. 77-79.
[4] “Tanoshimiwa…, pleasure is this…: a guide to viewing women portrayed in Ukiyô-e woodblock prints”, catálogo de exposición de Flinders University Museum Japanese Woodblock Collection. Texto disponible aquí.
[5] Hibiya, Taketoshi, “Yoshiwara, barrio rojo y cuna de la cultura de Edo”, Nippon.com, 2020. Disponible aquí.
[6] Cfr. Teruoka Yasutaka, op. cit. p. 5.
[7] Cfr. “Shinzô” en De Becker, Joseph Ernest, The sexual life of Japan: being an exhaustive study of the nightless city or The History of the Yoshiwara Yukwaku, Box of Curious Printing, 1905. p. 80.
[8] Tanaka, Michiko, Cultura popular y estado en Japón 1600 – 1868: organizaciones de jóvenes en el autogobierno aldeano, El Colegio de México, 1987, p. 97.
[9] Cfr. Seigle, Cecilia Segawa, Yoshiwara: The glittering world of the Japanese courtesan, University of Hawaii Press, 1993, p. 85.