Es indudable que México es un país de gran diversidad étnica, en el que el mestizaje y la hibridación han producido algunos de sus productos culturales más representativos. En este sentido, no debemos olvidar cómo, casi perdido entre las confrontaciones entre elementos autóctonos e hispanocoloniales, el Oriente se convirtió en un importante tercer factor que influyó en las vidas de unos y otros, y que se hizo perceptible dentro de muchos elementos de la vida cotidiana, mucho antes y más intensamente de que lo hiciera en Europa o Estados Unidos.
Y es que si bien algunos de los iconos más populares de México, como la China Poblana, pudieron llegar desde Oriente, decididamente lo hicieron los millares de mercancías de todas las clases que durante varios siglos llegaron de Oriente a Occidente a través del Galeón de Manila –“La Nao de China”–, haciendo parada en la hoy desprestigiada Acapulco. Muchas de estas piezas –sedas, marfiles, lacas– nunca llegaban a su destino europeo y permanecieron en suelo novohispano, aunque no es demasiado habitual encontrarlas en los discursos museográficos institucionales. A partir de una serie de artículos, vamos intentar conocer el Oriente a partir de los museos del Distrito Federal y del Estado de México.
Sin embargo, una excepción, dentro del habitual y desafortunado olvido que sufre el periodo virreinal en la capital –eclipsado entre la imponente herencia prehispánica y la construcción de un México nuevo, educado e independiente–, es la exposición “Oriente en Nueva España”, ubicada desde principios del pasado año en algunas de las salas del Museo Nacional del Virreinato de Tepotzotlán (Estado de México).[1]
La exposición, que se vende por nueva, es en realidad una remodelación y ampliación de una instalación precedente,[2] y tiene por objeto explicar y recordar el intercambio comercial y cultural entre el Extremo Oriente y el Virreinato de Nueva España, a partir de rutas comerciales tan importantes como la del Galeón de Manila, que impregnó los principales aspectos de la vida cotidiana e influyó en las artes y oficios locales. La misma, consta de cuatro salas –además de una sección introductoria– en la que se exponen hasta 110 piezas llegadas de Oriente o producidas en suelo mexicano según las técnicas e influencias del otro lado de la cuenca del Pacífico, y que pertenecen a cuatro tipologías bien diferenciadas: marfiles, porcelanas, taraceas y “enconchados”.
En la sección introductoria, una conciliadora cita de Bernardo de Balbuena –perteneciente a su Grandeza Mexicana– nos habla de cómo el actual México se convirtió en un lugar en el que influencias de diferentes lugares convivían en armonía: “En ti se junta España con la China, Italia con Japón, y finalmente un mundo entero en trato y disciplina”. Sin embargo, otra cita de Antonio de Mendonza nos advierte de cómo este Oriente era habitualmente mal entendido, y es que “Llaman acá la China a las Filipinas”; fuese cual fuese su origen (por lo general, china y filipino, pero también llegaron muchas piezas de Japón e India), estas piezas eran conocidas como “chinas”, lo que durante mucho tiempo dificultó su catalogación y correcta comprensión.
Tras la amena sección introductoria –poblada de citas, mapa y vídeo–, el visitante puede adentrarse en las salas uno y dos, dedicadas a los marfiles. Considerado como uno de los objetos más preciados llegados de Oriente, este fue utilizado para todo tipo de tipologías, pero aquí se nos presentan esencialmente productos de imaginería católica, además de algún elemento de carácter civil: cristos, niños Dios, vírgenes, santos, ángeles y demonios de delicada factura –muchas veces, con rasgos orientales– pueblan la sala, y pertenecen esencialmente a la escuela hispano-filipina, aunque también se presentan ejemplos de la India y Japón.
La sala tres corresponde a las porcelanas, otro de los productos orientales más valorados y solicitados hasta época muy reciente. Ya en esta sala, que presenta chocolateras –buena muestra de los nuevos usos que se dieron a la porcelana–, cuencos, tazas, platos y tibores, de origen chino y japonés, podemos ver como la cerámica oriental se convirtió rápidamente, ante la gran demanda y precios que alcanzaron, en un reclamo para los artesanos locales, que en un primer momento imitaron las técnicas y estilos decorativos extremo-orientales, pero que más tarde crearon tipos híbridos, como la talavera poblana –inspirada tanto por la cerámica de Talavera de la Reina como por la porcelana azul y blanca–, que hoy constituyen algunos de las escuelas clave de la cerámica mexicana.
En la sala cuatro se muestran dos objetos de tipologías occidentales, pero que presentan fuertes deudas con la estética y la decoración oriental –concretamente, con las lacas namban japonesas–, y que dan buena muestra de las hibridaciones e influencias que se produjeron en época barroca y que tanto hemos comentado a lo largo de este texto: se tratan de taraceas y enconchados, siendo estos últimos el añadido principal a la exposición. Las taraceas, técnica que consiste en la incrustación en madera de materiales como hueso, nácar, carey o marfil ayudándose del metal, están aquí representadas por varios baúles y una silla ricamente decorados, mientras que los seis enconchados –pinturas con amoldaciones de nácar–[3] forman parte de un ciclo que narra una alegoría del Credo realizado por Miguel Gonzales “El conchero”.[4]
Lo cierto es que la nueva propuesta expositiva logra una cómoda y sencilla interacción con el marco que las contiene –permitiendo observar las delicadas pinturas murales descubiertas durante las obras de remodelación–, haciendo que el público pueda contemplar y apreciar los matices de las diferentes obras sin importar su técnica o tamaño, además de estar acompañada de unos textos breves, aunque adecuados, que hablan sobre el origen de las piezas. No obstante, a pesar de la calidad de las mismas, el discurso puede resultan algo incompleto y generalista, ya que, se comenten algunos errores –como excluir a Japón de las rutas del Galeón de Manila– que no deberían ser admisibles en exposición de carácter estatal.
No obstante, la nueva exposición permitirá, de una manera sucinta aunque adecuada, descubrir al público general, y recordar al especializado, cómo las artes y oficios procedentes de Oriente están, ya desde hace varios siglos, más que presentes en las vidas de los mexicanos.
“Oriente en Nueva España” se encuentra dentro del recorrido general del Museo Nacional del Virreinato (Tepoptzotlán, Estado de México) y puede visitarse de martes a domingo de 9 a 18 horas.
Notas:
[1] El Museo Nacional del Virreinato es el único museo nacional perteneciente al Instituto Nacional de Antropología e Historia que se encuentra fuera de la capital mexicana (ubicado en el “Pueblo Mágico” de Tepoptzotlán, en el Estado de México) y el único dedicado a esta temática. Situado en el antiguo templo de San Francisco Javier y el Colegio Noviciado de la Ciudad, se compone de un Museo de Sitio y de un Museo de Historia, que albergan más de 33.000 piezas del periodo virreinal, y que son un destino habitual de las familias mexiquenses.
[2] La exposición cuenta con precedentes ya que, desde la década de los 70, estuvo instalada en el museo una sección dedicada al comercio con Asia, y en 1976 se celebró la popular exposición “El Galeón de Acapulco.” No obstante, a la nueva exposición se agregaron piezas como los enconchados, y se reubicaron las piezas de acuerdo a una museografía más actualizada.
[3] Para más información sobre esta técnica, véase Ruiz Ocaña, Sonia I. “Marcos “enconchados”: autonomía y apropiación de formas japonesas en la pintura novohispana”, Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas, nº 92, 2008. pp. 107-153. Disponible online aquí.
[4] Estas forman parte de un ciclo de doce obras perteneciente a una iglesia, pero las otras pinturas están en manos de otra institución. Las que se exhiben llegaron al Museo Nacional del Virreinato en 1970, y fueron restaurados, pero habían permanecido en almacenes hasta ahora.