Es posible que la última y premiada película de Hayao Miyazaki, Se levanta el viento (2013), sea una de sus más elaboradas historias de amor. No me refiero con esto al tópico e incluso farragoso romance entre sus protagonistas Jiro y Naoko – a mi juicio, el mayor punto flaco del film – sino al gran e intenso amor que Miyazaki ha sentido desde niño por la aviación más clásica, hasta el punto de llamar a su compañía, los estudios Ghibli, con el nombre de un avión italiano, o de haber dedicado alguna de sus obras maestras, como Porco Rosso (1992), a la poética del vuelo.
En esta ocasión, nos retrata un buen arco de la vida de Jiro Horitoshi, personaje real (sobre cuya biografía se toma muchas licencias) desde su infancia hasta el momento de la creación de su obra magna, el Zero. A través de la narración de estos años, podremos ver la sucesión de grandes acontecimientos tanto en el entorno (el Gran Terremoto de Kanto, la militarización del país) como en la vida personal del protagonista, que pretenden hacer del poético film una narración histórica y, posiblemente, agitar las conciencias.
Como todo buen canto de cisne, la película recoge con bastante elegancia algunos de los temas recurrentes de la filmografía de Miyazaki: la ya mencionada aviación, pero también el viento, Italia, o incluso, aunque solo en pequeñas dosis, el antibelicismo y el amor por la naturaleza. Los dos primeros están presentes en la poética y en el argumento mismo de la obra, mientras que la Italia que tanto fascina a Miyazaki no es en esta ocasión la tangible de otras de sus historias – aquella Italia de Porco Rosso, de Lupin III, El Castillo de Cagliostro o incluso de Marco – sino una onírica y referencial, catalizada en el personaje histórico de Giovanni Battista Caproni (autor, entre muchas otras cosas, de aquel avión Ghibli que da en realidad nombre a la compañía de Miyazaki) y en sus trascendentales e imaginarias conversaciones con Jiro, en las que se ponen de manifiesto las inquietudes y aspiraciones de nuestro protagonista. Quizás, al fin y al cabo, Miyazaki sea el propio Jiro, aquel enamorado de los aviones, aquel creador, dibujante y soñador que nunca llegó a volar.
En cuanto a los otros dos elementos, el amor por la naturaleza puede apreciarse especialmente en las escenas de velocidad y naturaleza, a la manera del célebre poster de Munetsugu Satomi, que nos hablan de un Japón en el que a pesar de la cada vez más creciente industrialización impera todavía el verde; al fin y al cabo, como comentamos más adelante, la montaña es también una de las ideales centrales de la película. En cuanto al antibelicismo, no creemos que el film flaquee por una carga menor que la de películas como La Princesa Mononoke o La tumba de las luciérnagas (precisamente gracias a esta última sabemos que a Miyazaki no le da miedo tocar el controvertido tema de la Segunda Guerra Mundial), pues al fin y al cabo el personaje de Jiro condensa las vidas de muchos otros japoneses que se vieron obligados a trabajar para la Guerra, sino que el director ha preferido recrearse en los aspectos líricos y poéticos de su imaginario vital.
Precisamente por esto, y sabedora de que estas palabras pueden generar crítica, no creo que esta sea, por mucho, una de las mejores obras de Miyazaki, ya no por su argumento o realización técnica, sino porque el realizador ha subestimado claramente al espectador, quien sabe si por puro optimismo o por la necesidad imperiosa de incluir una serie de citas que han acabado por otorgar un tono pretencioso a la película, que le resta además cierta credibilidad.
Me explicaré: para el espectador occidental no especializado, debe ser difícil de identificar las magníficas secuencias correspondientes al Gran Terremoto de Kanto (1923), sobre el que no se otorga ninguna explicación, e incluso el espectador japonés, podría ser testigo de algunas pequeñas incoherencias históricas que sucedidas a lo largo de la narración ponen en peligro la construida historicidad del film y lo acercan peligrosamente al folletín histórico, a la manera de obras como El Congreso se divierte (1931), uno de cuyos temas –en alemán (idioma apenas estudiado en el Japón de entonces) – es coreado con completa naturalidad por los clientes del hotel.
Al definirla como pretenciosa nos referíamos explícitamente al tono europeizante del film, que aunque es cierto que existía en Japón entre los sectores más intelectuales y/o acaudalados,[1] no estaba ni mucho menos tan asentado como se intenta demostrar. Y es una pena, pues si bien hay elementos que retratan muy bien la modernización de la era Taisho (1912-1926) y de principios de la Showa (1926-1989), hay toda una serie de citas que parecen metidas con calzador: la niña prepubescente que cita versos – en francés – de Paul Valèry, la ya mencionada canción en alemán, o el propio personaje de Castorp. La inclusión y la cita a La Montaña Mágica (1924) de Thomas Mann y a su idea de la montaña y el santuario de tuberculosos – enfermedad que afecta a la co-protagonista del film – como lugar de impás y superación es tan forzada que Miyazaki debe otorgarle no solo el nombre del protagonista del libro al misterioso personaje alemán, sino que le hace pronunciar una referencia directa al libro, para que así la cita resulte plenamente visible e inequívoca al espectador, algo que resulta particularmente triste pues la montaña es un verdadero referente de lo sagrado y trascendental en las suficientes culturas como para tener que explicarse.
Parece como si Miyazaki, acaso huyendo del infantilismo de algunas primeras y últimas producciones, quisiera demostrarnos que es una persona muy leída y cultivada, algo que nadie pondría en duda si conociese algunas de sus obras magnas. Creemos que con todo eso se hace un flaco favor, pues en obras como Porco Rosso pudo incluso combinar la referencia literaria oriental (al sempiterno Viaje al Oeste) con la europea (las citas a Saint-Exupéry se combinan con un innegable regusto d’annunziano) con una elegancia mucho mayor.
Además, las dos historias que se mezclan en el film, la de la biografía del ingeniero Jiro y la de la homónima novela de Hori Tatsuo (1937) tampoco se funden con la gracia habitual del director. Y, por si fuera poco, el estilo gráfico de la película, híbrido entre la buscada simplicidad de algunas de las últimas producciones como Ponyo en el acantilado, la animación digital y un ocasional realismo casi fotográfico, tampoco acaba de cuajar y resulta algo desconcertante al espectador.
En definitiva, creo que aunque Miyazaki ha realizado un más que digno cierre de carrera – si es que lo es en realidad -, y posiblemente el film, que vistas sus filias y sus fobias conocidas, siempre había querido hacer, le ha pesado la auto justificación. Esta, como decimos, es únicamente una opinión personal, pues los resultados en festivales y crítica de la película han sido más que diferentes.
Para saber más:
Para comprender cómodamente y en nuestro idioma el universo de Miyazaki es imprescindible la lectura de La construcción de la identidad en la obra de Hayao Miyazaki memoria, fantasía y didáctica (2012), tesis doctoral de Laura Montero Plata, la mayor estudiosa del japonés en nuestro país. Para un mayor desglose de los elementos, aciertos y equivocaciones de esta película, recomendamos dos críticas: la de la propia Montero Plata para A cuarta parede y la de Carlos G. Grupegui para Harlan Magazine.
Notas:
[1] Este es quizás uno de los aspectos más interesantes de la película, en el que se aprecia cómo Japón es todavía un país atrasado con respecto a aquellas otras primeras potencias con las que gustaba ya de compararse. El avión arrastrado hasta la pistas por bueyes en una ciudad que cuenta con tranvías eléctricos, el pasmo de los japoneses en su viaje de negocios a Alemania ante, no solo una capacidad militar evidentemente superior, sino ante otros grandes prodigios de la vida moderna como los radiadores, el racismo sufrido por los japoneses que son acusados de “copiarlo todo”…Todos estos elementos, desarrollados con más calma, podrían haber otorgado mayor credibilidad al film.