Las relaciones que se establecieron en la Edad Media entre Oriente y Occidente se forjaron a través de lo que se denomina Ruta de la Seda, término acuñado por el geógrafo Ferdinand von Richthofen (1833 – 1905), para denominar a una importante red de comunicaciones que enlazó China y Occidente desde el siglo I a.C., que se mantuvo a lo largo de la Antigüedad y la Edad Media y que permitió el intercambio comercial, fundamentalmente de seda, pero sobre todo, el intercambio intelectual. Fue una vía de mutuas influencias en el plano religioso, filosófico, de pensamiento, en el campo de la técnica y en el ámbito del arte.
Aunque se hable de Ruta de la Seda, en singular, lo cierto es que ésta estaba conformada por dos tipos de vías (con sus propias sub-rutas): la terrestre[1] (desde China hasta las costas orientales del Mediterráneo) y la ruta marítima. En función de las épocas, de los poderes dominantes y las situaciones sociopolíticas en las distintas zonas, resultaba más conveniente y segura una u otra. De todas formas, la que más rápidamente se asocia al oír el nombre de Ruta de la Seda es la ruta terrestre, ya que posee un romántico componente intrínseco de aventura, al ensoñarse largas caravanas de comerciantes recorriendo terrenos de las más variadas y extremas orografías: desde los desiertos de arena y dunas, en los que parece imposible poder orientarse, hasta la cordillera del Karakórum, una de las más inhóspitas del mundo. La marítima poco se diferenciaba de otras rutas comerciales que por esa misma vía se dirigían a otros destinos, sin embargo, la magnitud del trayecto realizado a pie o en montura ha resultado más llamativo y exótico, y ha favorecido la construcción de historias, relatos y ficciones en torno a este viaje.
En el amplísimo periodo cronológico en el que se desarrolló comercio a través de la Ruta de la Seda, fueron muchos los productos que recorrieron estos caminos. Destacan metales, materiales y piedras preciosas (como el lapislázuli, el azabache, el cuarzo, el jade, la malaquita, la cornalina, diamantes, ámbar, oro, plata, cobre, estaño, cinc, plomo, perlas, marfil…). También, por supuesto, los animales tenían protagonismo: desde los más fundamentales para la supervivencia (como podían ser los propios caballos y camellos, asnos y cabras) hasta los más exóticos y lujosos (leones, leopardos, elefantes, jirafas, gacelas, halcones, papagayos, pavos reales, martas cibelinas, focas, marmotas, ciervos…).
Pese a la dificultad de transportar productos perecederos, también se comerciaba con frutos variados, como por ejemplo dátiles, nenúfares, uvas, pistachos, melocotones o granadas, amén de, por supuesto, colorantes y especias. Entre las manufacturas, las más populares eran los perfumes, productos medicinales, papel, tejidos y atuendos diversos (entre los que destacaba, por encima de todos, la seda), muebles, objetos artísticos (pinturas, esculturas), metalistería, cerámicas, porcelanas, vidrio y cristal. Además, existía un comercio de seres humanos, en el que mujeres, niños y eunucos eran comprados y vendidos a lo largo de la Ruta de la Seda.
Pero a través de estos caminos no solo se producían intercambios comerciales, sino también (y aquí estriba su mayor valor) culturales. Las religiones penetraron rápidamente en nuevos territorios, extendiéndose y conociéndose más profundamente, en Occidente, el budismo, el hinduismo,[2] el taoísmo y el confucionismo;[3] en Oriente el cristianismo y el Islam incrementaron también su calado. Junto a la espiritualidad, se transmitieron también técnicas y conocimientos científicos, en los que los avances chinos[4] cobraron vital importancia y se expandieron con rapidez.
La Ruta de la Seda fue, durante siglos, vertebradora de relaciones entre Oriente y Occidente. Su largo recorrido, la dureza de las condiciones del viaje y los territorios tan exóticos que unía favorecieron una proliferación de relatos tanto reales como fantásticos, un acicate que ha seguido ejerciendo en el mundo contemporáneo, donde es fácil encontrar best-sellers (o aspirantes a serlo) ambientados en esta ruta comercial. Con tantos estímulos, es fácil hoy en día rendirnos a la ficción y perder de vista el valor y trascendencia que esta ruta tuvo a lo largo de siglos y siglos en la configuración de nuestro sustrato cultural.
Notas:
[1] Para esta ruta, son fundamentales los animales, tanto los caballos como los camellos, no solo como medio de transporte, sino como base de la economía. Los caballos se emplearon como montura desde el I milenio a.C., y su cría se desarrolló ampliamente en las estepas asiáticas. Los caballos supusieron en gran parte la base del poderío de los mongoles, del mismo modo que fueron un handicap para que pudieran dominar algunos territorios en los que no crecían pastos adecuados. Estos animales han tenido, por tanto, mucho peso cultural: en literatura, en poesía, pero también en el arte. Por otro lado, también eran de vital importancia los camellos, muy valorados para el transporte ya que pueden trasladar pesadas cargas, de hasta 200 kilos de peso, y su resistencia les permite recorrer hasta 30 kilómetros al día. Sus capacidades de supervivencia en zonas de aridez, por sus grandes periodos sin beber agua, su capacidad de adaptación térmica, su sistema de pestañas que les permite ver durante las tormentas, y la fortaleza de sus patas que les permite caminar por terrenos áridos hicieron que los camellos se convirtiesen en criaturas fundamentales para recorrer las largas distancias y atravesar terrenos tan complicados como el desierto del Taklamakán o el de Gobi.
[2] El hinduismo llegó a penetrar hasta España, aunque pronto fue declarado herejía y erradicado.
[3] También religiones o predicamentos menores como el zoroastrismo, el nestorianismo o el maniqueísmo.
[4] Entre ellos, por dar una idea y citando solo los principales: objetos cotidianos como arneses para caballos, timón de barco, paraguas, cerillas, pólvora, lanzallamas, carretes de caña de pescar; invenciones agrícolas como el arado de hierro, las correas pectorales para caballos de tiro, la carretilla con la rueda en el centro, la máquina limpiadora para separar paja y grano, la noria de cangliones para regar; obras de ingeniería como los fuelles a pistón con doble acción, taladradora para hacer perforaciones en tierra a gran profundidad, puentes colgantes…; instrumentos científicos como el sismógrafo o la brújula de navegación, y útiles como el papel y la porcelana. Algunas de estas innovaciones llegaron a Europa rápidamente, mientras que otras tardaron siglos en implantarse.