Son muy pocas las películas producidas fuera de la industria cinematográfica norteamericana que llegan a alzarse con la estatuilla de Mejor Película. Sin embargo, existen varios casos particulares que requieren nuestra atención. Si bien ya hemos revisado la presencia de Asia entre los nominados y galardonados en la historia de los Premios de la Academia, es necesario contemplar igualmente cuál ha sido la importancia de Asia en términos económicos y de competencia directa, más allá de su vinculación temática o de su relativa notoriedad dentro de la categoría de Mejor Película en Lengua Extranjera, o de la animación, de las que también nos ocupamos.
Y es que por el momento, son únicamente doce las películas sin financiación norteamericana las ganadoras del premio a lo largo de la Historia: con el absoluto protagonismo del Reino Unido como principal valedor de once de ellas. No podemos olvidarnos de cómo dos, de las más galardonadas y reconocidas de la Historia de Hollywood, son además co-producciones asiáticas, y de que jugaron un importantísimo papel en el establecimiento de hitos en las políticas culturales de los países con los que se interactuó, además de, obviamente, en la percepción popular de estos mismos fuera de sus fronteras. Nos referimos, por supuesto, a Gandhi (1982), de Richard Attenborough y a El Último Emperador (1987), de Bernardo Bertolucci, cuyas claves del éxito pasaremos a analizar a continuación.
Tanto Gandhi como El Último Emperador beben de la épica de la biografía de los grandes hombres y del cine más clásico, pero lo hacen en sentidos opuestos: ambos son, sin duda, los largos relatos de unas vidas demasiado intensas, demasiado importantes, demasiado trascendentales para ser contadas en apenas un largometraje. Gandhi nos muestra el lado íntimo, aunque de manera moderada, de aquel personaje a quien todo el mundo conoció y al que muy pocos lograron entender; la historia del Mahatma es un relato épico del Bien, narrada de una manera plenamente occidental y dirigida a un público mundial, pero que logró calar igualmente en la India, y que todavía es considerada por muchos –dentro y fuera de su país de origen- como el más genuino retrato del celebérrimo líder.
Sin embargo, en El Último Emperador Bernardo Bertolucci narra, de forma agridulce y comedida, la vida de Aisin Gioro Puyi, el que fuera el último emperador de China, y que a pesar de haber sido el líder –nominal- de dos grandes naciones e incluso hombre del año según la revista Time había caído en el olvido en buena parte de Occidente hasta que el italiano recuperó su figura. Ambas películas son, además, sancionadas tanto por el público como –por lo general- por el mundo académico en cuanto rigor a histórico y biográfico, pues partieron del testimonio directo de algunos de sus protagonistas (de Jawaharlal Nehru, primer auspiciador del proyecto, e Indira Gandhi, entonces Primera Ministra de la India en el caso de la película de Attenborough, y de la propia autobiografía de Puyi[1] y la supervisión de Pujie –hermano del difunto emperador-, en el caso del film de Bertolucci).
Gandhi, considerada hoy como la obra clave de la cinematografía de Richard Attenborough, fue el resultado de un largo proceso de producción. Ya en 1952 el Primer Ministro Nehru comenzó a fraguar la idea de una biografía cinematográfica de Gandhi, proyecto que en 1962 pasó a Attenborough, quien pasaría los dieciocho años siguientes preparando el film de acuerdo a la biografía que Louis Fischer escribiera del líder indio;[2] los contratiempos que retrasaron la producción del film incluyeron no solo la muerte de Nehru o el Estado de Emergencia declarado en la India en 1976 –con todo ya dispuesto para rodar-, sino la dificultad de encontrar un actor adecuado. La enorme responsabilidad recayó finalmente en Ben Kingsley, actor inglés de origen guyaratí –al igual que el propio Gandhi- (su nombre de nacimiento es Krishna Pandit Bhanji), que hasta entonces apenas había representado pequeños papeles en la televisión británica y que contaba con 37 años en la fecha de comienzo del rodaje. La interpretación de Kingsley fue de lo más premiado y reconocido del film, logrando que el gran público asimilase en su memoria su rostro con el del propio Gandhi; desde aquel entonces, Kingsley recibió importantes papeles en diferentes producciones europeas y americanas, casi siempre en papeles étnicos. Ayudado por una excelente –y premiada- banda sonora de Ravi Shankar, Attenborough se apoya en el estilo narrativo y fotográfico del maestro David Lean para lograr una película de tintes épicos, aunque reposados.[3]
A partir del impactante y recordado asesinato de Gandhi en 1948, Attenborough narra a través de flashbacks buena parte de la vida de Gandhi; omite su infancia y juventud en favor de lo que considera su verdadera inserción en la lucha por la igualdad y el desarrollo del concepto de la resistencia no violenta que tan famoso le haría. Así, la película comienza con la presencia de Mohandas Gandhi en la Sudáfrica Holandesa, en la que ejercía de abogado para la importante comunidad india del país. Gandhi, procedente de una familia pudiente y formado en Londres, fue en 1893 arrojado de un tren por negarse a abandonar su asiento en Primera Clase para ocupar un vagón reservado a la gente “de color”. Attenborough se sirve de este elemento traumático real para comenzar a mostrar la ideología y el cambio del joven Gandhi, que a partir de ese momento se inmiscuirá cada vez más en la política: en primer lugar, lo haría en la propia Sudáfrica para, en 1915, volver siendo ya famoso a su India natal, donde jugaría un papel vital en la lucha por los derechos de los Indios, tanto por la igualdad de los géneros y diferentes clases sociales, como por la propia independencia de la India, finalmente conseguida en 1947.
A lo largo de las más tres horas de duración del film, vamos asistiendo al encumbramiento de la figura de Gandhi, tanto por el pueblo indio como por los diferentes líderes políticos que conformarían la esfera gubernamental de la nueva India y, más adelante, por el panorama internacional. No es este el momento de detallar la ideología política de Gandhi, ni un listado de sus logros o fracasos; sin embargo, la película, aunque incompleta y partidista, da buena cuenta de ellos. No obstante, el tono excesivamente hagiográfico del film lo desmerece en cierto modo: si bien se pasa de puntillas por todo el tema de las controvertidas opiniones de Gandhi sobre el nazismo (catalizado apenas en una conversación con la periodista de Life), se omite totalmente la enorme controversia en torno a las prácticas sexuales de Gandhi.[4]
El tono mantenido por Bertolucci en El Último Emperador es, aunque igualmente elegante y comedido, mucho más ambivalente. Así, el italiano nos narra la vida de un personaje condenado a la tragedia casi desde su nacimiento, un verdadero villano para muchos, aparentemente inconsciente de ello: Puyi pasaría de ser el niño emperador de un país que no podía gobernar, al emperador adolescente de una República; seducido más tarde por las promesas del imperialismo japonés, sería proclamado emperador títere de Manchukuo, para caer en desgracia tras la conquista soviética y ser reeducado en la china maoísta. También este film comienza a partir de flashbacks: conocemos a un Puyi derrotado, llevado a prisión por el recién proclamado gobierno de la República Popular de China, tras haber colaborado con el enemigo japonés. Ahí, y tras un intento de suicidio, conoceremos la historia de Aisin Gioro Puyi, el último emperador de la dinastía manchú que, proclamado soberano con apenas tres años, sería mantenido en su puesto al proclamarse la República China en 1912. El nuevo régimen mantuvo económicamente a la casa imperial china; sin embargo, también retuvo a Puyi prisionero, no solo de las anquilosadas y, en ocasiones, incómodas tradiciones imperiales, sino también literalmente, pues le fue vetado el salir de la Ciudad Prohibida. Ahí, el joven emperador conoció el poder absoluto –únicamente dentro de sus muros y de su gente-, que en buena parte fue canalizado mediante la asignación de un tutor escocés, Reginald Johnston, que introdujo a Puyi en el conocimiento de la Historia y el protocolo occidental, y que permaneció con él hasta 1927, después de que el emperador marchase a Tianjin (expulsado en 1924 de la Ciudad Prohibida como consecuencia del Golpe de Pekín). Más tarde, ya de vuelta en Inglaterra, Johnston publicaría sus memorias,[5] las cuales también servirían como fuente para la película de Bertolucci.
Si algo hace especialmente rica a esta película es la manera en la que Bertolucci entiende que la historia de Puji es igualmente la Historia de China y, en definitiva, la de la Historia de la Humanidad. La misma extrañeza que nos causan las tradiciones imperiales chinas puede achacarse al sentimiento de desconcierto e impotencia del joven Puyi, mientras que su reclusión dentro de los límites de la Ciudad Prohibida no es otra que la hipérbole del control que sufrieron muchos otros soberanos. De la mano de Bertolucci conocemos los últimos estertores de la China imperial, pero también – de la mano del personaje de Johnston – de las intromisiones de Occidente que, en aras de la modernidad, se vuelven un absoluto objeto de deseo en la Nueva China: en la película podemos ver a un emperador con gafas, fascinado con el jazz, los chicles y un viaje a Europa, mientras que se hace llamar “Henry”. Más adelante, conoceremos como Puyi vuelve a caer preso, esta vez de las seducciones de los japoneses, que le prometen una restauración en la región de Manchuria, ocupada militarmente y a la que dinásticamente pertenecía Puyi; sin embargo, no tardará demasiado en darse cuenta de cómo su gobierno está plenamente en manos de los nipones, para más tarde convertirse en un prisionero político en la jovencísima República Popular de China. Durante toda la película, Bertolucci nos muestra a un Puyi orgulloso pero humano, capaz de reconocer sus numerosos errores, especialmente en las escenas finales del film. Sin embargo, y a pesar de ser una película exquisitamente documentada y bastante fiel al relato de Puyi, no está exenta de errores históricos ni de la romantificación y estilización de algunos elementos relevantes, como la propia sexualidad de Puji, o los destinos de sus primeras esposas.[6]
El último emperador es igualmente importante por ser la primera ocasión en la que el gobierno chino permitió utilizar la Ciudad Prohibida como escenario real, otorgando no solo un inusitado realismo al lirismo de la película –deliciosamente acompañado por la premiada banda sonora de Gabriel Byrne y Ryukichi Sakamoto-, sino generando un hito muy representativo de un momento muy concreto de China: el de una apertura moderada al liberalismo durante el gobierno de Deng Xiaoping que finalizaría precisamente, apenas unos meses después del estreno de la película, en esa misma plaza de Tian’nanmen, con el Palacio de la Suprema Armonía como escenario de las sumisiones, revoluciones y represiones de China desde hace más de quinientos años. En el caso de Gandhi, el film se trataba igualmente de una colaboración sin precedentes entre gobiernos, aliviando las tensiones producidas en las décadas anteriores.
Sin embargo, a pesar del éxito alcanzado tanto entre la crítica como el público, ninguna otra producción ni co-producción asiática ha vuelto a alzarse con la preciadísima estatuilla de Mejor Película desde 1987,[7] hace 15 años una gran candidata, Tigre y Dragón (2000), se quedó a las puertas del galardón. El director taiwanés Ang Lee[8], el asiático en recibir el Óscar en la categoría general de Mejor Director[9], no logró los grandes galardones (Mejor Película y Mejor Director) con Tigre y Dragón[10], pero las espléndidas coreografías marciales del film sirvieron para difundir y consagrar el género wuxia más allá de los circuitos étnicos y subculturales, otorgando glamour y aceptación a las intrigas y luchas –literales- de la China imperial e iniciando una tendencia hollywoodiense todavía presente, aunque que no siempre logró tanto éxito comercial o crítico.[11] Fuera como fuere, el triunfo de Tigre y Dragón sirvió para que las grandes audiencias se acostumbraran a un género tan típicamente oriental como el wuxia, multiplicándose desde ese momento las producciones en suelo y con capital estadounidense, en muchas ocasiones rodadas, como el mencionado film de Lee, en mandarín.
Oscars honoríficos aparte –como el que recibe Hayao Miyazaki-, la presencia de Asia en las categorías más importantes de los Oscar ha decaído notablemente, algo inexplicable pues las cinematografías asiáticas cuentan cada vez con más fuerza y difusión, estrenándose importantes films en cada vez más salas comerciales. ¿Hace falta que sea una superpotencia angloparlante la que pague el film para que este llegue, y satisfaga a la Academia? ¿O quizás los géneros más propios del cine asiático todavía no tienen cabida en la mentalidad crítica occidental? A pesar de haber sido aprobadas y revisadas por sus respectivos gobiernos, Gandhi y El Último Emperador empleaban modelos narrativos plenamente occidentales, si no ya universales, mientras que la también muy premiada Slumdog millionaire huía de la estética y el star system de Bollywood, revisionando de forma amena algunos de los tópicos de la industria cinematográfica hindú, pero repitiendo muchos otros. Únicamente Tigre y Dragón puede presumir de “casi” haberse llevado el Oscar “a su manera”, mediante la utilización de actores, lengua y códigos visuales y narrativos plenamente asiáticos. Pero, desgraciadamente, se trata de apenas de un “casi”. Visto que la situación no cambiará en la próxima edición de los Premios de la Academia, confiemos en que en el futuro los críticos sepan apreciar los dones del cada vez más extendido y variopinto cine asiático.
Para saber más:
Notas:
[1] En español, esta autobiografía puede encontrarse como Pu’i, Yo fui el último emperador de China: de hijo del cielo a hijo del pueblo, Barcelona, Caralt, 1975.
[2] En español, esta biografía –escrita en 1950- puede leerse como Fischer, L., Gandhi. Barcelona, Salvat, 1995.
[3] Aunque el director David Lean fue uno de los que abandonó el proyecto para centrarse en la producción de Lawrence de Arabia (1962), lo cierto es que el estilo estético y narrativo de Gandhi es tremendamente deudor de este y otros films de Lean, como El puente sobre el río Kwai (1957) o Doctor Zhivago (1965).
[4] Son conocidos los experimentos sexuales de Mohandas Gandhi, dentro de su concepto de la satyagraha (“insistencia en la Verdad”) y la castidad. Durante varios años, estuvo compartiendo cama con mujeres y niñas desnudas (discípulas que lo asistían únicamente por sus convicciones, sin recibir un sueldo a cambio), explicando que lo hacía para probar su autocontrol como célibe. Entre ellas se encontraban tanto sus propias sobrinas como hijas de amigos muy cercanos al indio, que en todo momento negó haber tenido ningún tipo de relación sexual con ellas.
[5] Las memorias de Johnston no han sido traducidas al español. Pueden encontrarse como Johnston, Reginald Fleming. Twilight in The Forbidden City. Londres, Soul Care Publishing, 1934.
[6] Infeliz a pesar de una vida de gran lujo, Wenxiu se divorció de Puyi en 1931, perdiendo con ello todos sus títulos, y trabajando después como maestra; volvería a casarse en 1947. Sin embargo, su segunda esposa, Wanrong, moriría en prisión debido al síndrome de abstinencia, pues era adicta al opio.
[7] Por tratarse de una producción británica, excluimos de nuestro análisis Slumdog Millionaire (2005), que consiguió alzarse con ocho Oscar, entre ellos el de Mejor Película, Mejor Director y Mejor Guion adaptado. Dirigida por el versátil Danny Boyle, adaptaba una novela del indio Vikas Swarup en la que un huérfano de una barriada de Bombay, envuelto en una trama de supervivencia, crimen y melodrama amoroso, lograba ganar la versión india del popular concurso ¿Quién quiere ser millonario?. Al ser sospechoso de fraude, es interrogado por la policía, fruto de lo cual el espectador irá conociendo –a través de flashbacks- las azarosas casualidades que llevan al joven protagonista a conocer las respuestas correctas en el concurso.
[8] Para más información puede leerse aquí.
[9] Lee recibiría su primer Oscar por Brokeback Mountain (2005), producción que por su temática excede los límites de esta revista, y volvería a alzarse con él con La vida de Pi (2012), que narra la increíble historia de un joven inmigrante indio; esta última, recibió once nominaciones a los Premios de la Academia, alzándose con cuatro de ellos.
[10] La película fue nominada a diez premios de la Academia, pero únicamente se alzó con cuatro, entre los que destaca el de Mejor Película en Lengua Extranjera.
[11] Por ejemplo, el aclamado director chino Zhang Yimou no alcanzó tanto reconocimiento crítico con sus películas dentro del género, que compartían ambientación en la China Imperial y, en ocasiones, también elenco, como Hero (2002), La casa de las dagas voladoras (2004) o La maldición de la flor dorada (2006), que apenas fueron nominadas a un Oscar cada una, y que no consiguieron llevarse ninguno.