El 6 de agosto de 1945, a las ocho y cuarto de la mañana, Little Boy era arrojada sobre la ciudad de Hiroshima. Tres días después, Fat Man detonaba sobre el cielo de la ciudad de Nagasaki. Seis días después, Japón capitulaba y concluía la Guerra del Pacífico, y con ello, la Segunda Guerra Mundial.
El horror desatado en sendos ataques supuso la destrucción de las dos ciudades, que quedaron arrasadas hasta los cimientos, con unas cifras de víctimas instantáneas escalofriantes, a pesar de que ha sido imposible precisarlas con exactitud. La tragedia ha hecho correr ríos de tinta en la historiografía sobre el suceso, desde crónicas de lo acontecido hasta reflexiones sobre las causas y las consecuencias de estos ataques. Algunos textos se plantean hasta qué punto era realmente necesario adoptar semejante medida contra un país, Japón, que ya se encontraba al borde de la rendición, interpretando los bombardeos incluso como una advertencia hacia la URSS en los albores de la Guerra Fría. En otros casos, se habla de cómo estos dos sucesos eclipsaron las (también elevadísimas) bajas civiles y daños materiales provocados por otros bombardeos, ordinarios, que sufrieron otras ciudades japonesas, entre ellas su capital, Tokio. Por supuesto, abundan aquellos que se ciñen a las interpretaciones oficiales. Sin embargo, buena parte de estos textos, académicos y academicistas, se ciñen a los acontecimientos y al planteamiento histórico, obviando u olvidando en ocasiones el lado humano de la tragedia.
Los grandes miedos de la sociedad necesitan ser expiados. Durante la segunda mitad del siglo XX, con el auge de los medios de masas, artes como el cine o el cómic sirvieron como catalizadores de estos miedos, y en el caso de las bombas atómicas no han sido menos. Obras como Los niños de Hiroshima (1952), de Kaneto Shindo, centraban su atención en los más débiles entre las víctimas. Películas como Godzilla. Japón bajo el terror del monstruo (1954), de Ishiro Honda, dieron forma corpórea al pánico nuclear en un enorme monstruo que se convirtió en un icono, en buena medida por su capacidad para servir de válvula de escape para el temor de la sociedad. Cintas como Hiroshima, mon amour (1959), de Alain Resnais y guion de Marguerite Duras, pusieron en evidencia que la magnitud de semejante tragedia impactó también en Occidente. Dentro del cómic, es obligatorio mencionar Pies descalzos, de Kenji Nakazawa, que entre 1973 y 1974 recogió las experiencias del autor en el personaje de Gen Nakaoka, superviviente del bombardeo de Hiroshima. En fecha más reciente, las reflexiones de Fumiyo Kôno publicadas bajo los títulos La ciudad al atardecer. El país de los cerezos (2003-2004) y En este rincón del mundo (2009), cuya adaptación animada se estrenó a finales de junio en varias salas españolas. Y todo ello no son sino las más conocidas producciones en torno a este tema, unos ejemplos de la vasta producción de todo tipo de obras de ficción que sirven para reflexionar y hacer frente a un suceso tan doloroso, tan irracional y tan complejo de procesar y asimilar, a nivel psicológico.
No obstante, si bien en el terreno de la ficción proliferaron este tipo de historias con fines catárticos, en la literatura también han surgido testimonios, de muy diversas formas, en los que los supervivientes, denominados hibakusha, hablan de sus experiencias. Estas historias se narran con crudeza, describiendo con detalle el horror sentido. No pretenden ser una forma de expiar el dolor, sino una búsqueda consciente y premeditada de la empatía con los lectores, una forma de activismo contra el armamento nuclear y contra la amenaza que supone su mera existencia. Hace no mucho, se publicaba en castellano Renacer de las cenizas. Una historia real de supervivencia y perdón de Hiroshima, el testimonio de Shinji Mikamo, recogido por su hija, Akiko Mikamo. Ahora, desde Ecos de Asia queremos ofrecer el poemario Y el río fluía como una corriente de cuerpos, que recoge, en forma de tanka, el testimonio de un hibakusha con una historia excepcional. Se trata de Yamaguchi Tsutomu, un doble hibakusha: oriundo de Nagasaki, estaba destinado en Hiroshima cuando cayó la primera bomba. Afectado física y emocionalmente, volvió a su hogar, en Nagasaki, llegando justo antes de que la ciudad fuese arrasada por la segunda bomba. Tras experimentar nuevamente la pesadilla y recorrer un duro camino, encontró como vía para su desahogo la escritura de poesía, llegando a componer una gran cantidad de poemas, algunos verdaderamente desgarradores, a través de los cuales daba testimonio de sus vivencias.
En 2010 se publicó una antología con una selección de algunos de estos poemas, escogidos y traducidos al inglés por Chad Diehl. Hace unos meses, fuimos contactados por Juan Pablo Gil Díaz, quien nos planteó el proyecto de publicar una versión digital del poemario con sus traducciones al castellano, partiendo de la versión en inglés. Es para nosotros un verdadero placer contribuir a la difusión de una obra tan interesante y tan necesaria. Los poemas captan a la perfección el dolor, el desconcierto, la incomprensión… de una víctima que se enfrentó, no una sino dos veces, a uno de los mayores horrores que el hombre ha sido capaz de crear. Y así, la belleza de las palabras se conjuga con el desasosiego provocado por el sufrimiento, impactando con las imágenes que consigue evocar, casi fotográficas, visiones que invitan al lector a una profunda reflexión sobre el ser humano.