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Y el río fluía como una corriente de cuerpos – Revista Ecos de AsiaRevista Ecos de Asia
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Y el río fluía como una corriente de cuerpos

Estamos orgullosos de presentar Y el río fluía como una corriente de cuerpos, la traducción al español realizada por Juan Pablo Gil de la recopilación de poemas de Yamaguchi Tsutomu, un poemario que podréis descargar desde esta misma página. Se trata de la traducción al español de Juan Pablo Gil Díaz, en la que hemos tenido el placer de aportar nuestro granito de arena para contribuir a la difusión de una obra desgarradoramente lúcida. Queremos agradecer a Juan Pablo que contase con nosotros y felicitarle por permitirnos acceder a estos poemas, para intentar comprender un poco mejor las implicaciones de semejante tragedia. Tras la imagen, la introducción de Juan Pablo a la obra.

A continuación, os dejamos un enlace a través del cual podéis descargar la versión en PDF.

Y el río fluía como una corriente de cuerposDescargar aquí.

Es imposible ponerse en la piel de alguno de los que vivieron para contar las bombas atómicas que cayeron en agosto de 1945 sobre Hiroshima o Nagasaki. Pero imaginar el salir del infierno de la primera para ir a parar al cataclismo de la segunda es casi pensar en un sarcasmo de los dioses. Ocho personas tuvieron, sufrieron, esa experiencia. Si en Japón a la figura del superviviente al bombardeo se le llama hibakusha, Yamaguchi Tsutomu es el doble hibakusha más famoso de todos. Y el primero en ser así reconocido por el estado japonés.

Ingeniero naval, el destino en forma de derrota del Japón le iba a llevar a él, un oriundo de Nagasaki, a la Hiroshima prácticamente intacta frente a los bombardeos americanos para desarrollar sus conocimientos de ingeniería naval para desarrollar torpedos humanos. La idea era tan simple como horrenda: se incorporaba un puesto de pilotaje a un torpedo para guiarlos con mayor eficacia y menor necesidad de material (el país apenas contaba ya con aquella armada que había sido temible en 1941), con la escasa capacidad de retorno del piloto que uno puede ser capaz de imaginar.

La primera gran fatalidad para Yamaguchi fue la fecha de retorno: la compañía Mitsubishi, fabricante, entre otros, del material militar de los ingenios kamikaze, había previsto que el grupo de ingenieros de Nagasaki volviera a casa el 7 de agosto, pero la bomba se les anticipó por un día. Nuestro protagonista llegó a ver al tan famoso Enola Gay, el Boeing B-29 Superfotress, que dejó, además de la traza estelada de sus cuatro motores tan habitual para los japoneses, un bulto frenado por un paracaídas que dio paso a las llamas y al trueno (ese “fenómeno” que los japoneses llamaron pika-don).

Y, como diría Poe, nada más.

Cuando recuperó la consciencia, Yamaguchi pudo ver que había perdido la audición en su oído izquierdo y que tenía varias quemaduras en el cuerpo. Nada comparado con el infierno que le rodeaba: llamas, escombros, y una ciudad volatilizada en un abrir y cerrar de ojos. Pero, sobre todo, muertos y heridos por doquier, en todos los estados imaginables e inauditos, apestando, llorando, deshaciéndose como hielo en charcos humanos… Al día siguiente, con ese obligado cumplimiento digno de los nipones, los ingenieros supervivientes trataron de emprender el camino de vuelta a su casa. Imposible tomar el tren ya que los puentes e infraestructura habían saltado en pedazos, fue necesario hacer un largo camino hasta el punto “civilizado” más cercano. Yamaguchi y dos de sus colegas pudieron tener una mayor visión de las hogueras crematorias de cadáveres, del caos y desolación. Y de los ríos de Hiroshima cubiertos de cadáveres que apenas dejaban ver la poca agua que había quedado tras la deflagración: esa imagen de corriente humana no le abandonaría jamás. Sobre todo, porque tuvieron que vadear, andar y usar esa continua amalgama de seres humanos de todo sexo y edad como troncos flotantes para cruzar. Vísceras, sangre y pus eran su corteza.

Finalmente lograron llegar a Nagasaki el día ocho, donde trataron de dar cura a las heridas de Yamaguchi en el primer hospital a mano. Entre el ennegrecimiento de la piel y las vendas aplicadas su familia tuvo un verdadero problema en reconocerlo.

Al día siguiente, a pesar de los intentos de su mujer de que se repusiera en casa, Yamaguchi se presentó en su puesto de trabajo; entre otras cosas, quería informar a sus superiores de lo ocurrido y alertarles de la posibilidad de que ocurriera algo parecido en Nagasaki (buena premonición, pues las Fuerzas Aéreas americanas habían respetado estas dos ciudades precisamente para medir de manera más exacta la fuerza de devastación sobre objetivos reales de la nueva arma una vez lanzada).

Como era de esperar no fue tomado en serio: la idea de que una ciudad, sus estructuras y sus habitantes, desaparecieran en una sola explosión fue tomada como un efecto secundario de las heridas, un trauma tras el shock. A ello contribuía la nula información en Japón del bombardeo de Hiroshima debido al poco tiempo transcurrido, la imposibilidad de determinar la causa exacta y la mala publicidad que hubiera dado para el esfuerzo de guerra total que la deriva política militarista había determinado para una población que, antes que verse conquistada, usaría a los ciudadanos como bombas humanas.

No hubo tiempo para la discusión con sus compañeros: la segunda bomba explosionó, dejando a Yamaguchi con una terrorífica sensación de déjà vu, como si el hongo venenoso lo persiguiera sólo a él… Corrió a casa y comprobó que su familia había sobrevivido, pero de nuevo pudo ver las olas de ríos humanos en el puerto de Nagasaki.

El resto, tras estas experiencias, es simple historia. Yamaguchi salió adelante con sólo la sordera de un oído, pero con la doble desolación en su alma. Y aquí es donde empieza la verdadera historia de este libro. Ya de joven, como tantos otros japoneses, había desarrollado la pasión por la poesía, en concreto por el tanka de treinta y una sílabas divididas en cinco versos de cinco-siete-cinco-siete-siete sílabas. En esta constricción de papel y parámetros fijos fue donde nuestro autor encontraría una terapéutica vía de escape para la nube que cubría su alma, para despachar las pesadillas. Llegó a publicar en Japón 400 de ellos. El presente libro es la interpretación del trabajo propio de selección, edición y traducción al español sobre el que Chad Diehl realizó tras su relación cercana con el propio Yamaguchi Tsutomu entre 2006 y 2009 y que cristalizó en el libro And the River Flowed as a Raft of Corpses, publicado por Excogitating Over Coffee Publishing en 2010.

Este trabajo de traducción está basado en la profunda admiración y conmoción por esta obra de expiación. He tratado de respetar la métrica y el alma de cada poema. Y, si leerlos duele a la vez que maravilla por la sencillez con la que este hombre afronta el infierno personal que le inoculó el cataclismo nuclear, traducirlos y tratar de ponernos en su proverbialmente cremada piel es una de las experiencias más enriquecedoras que he tenido en mi vida.

Espero haber llegado a rozar esa sencilla genialidad y a haber interpretado unos sentimientos tan puros de manera acertada.

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