En la actualidad, existe en el imaginario colectivo occidental una imagen de Asia muy detallada, fomentada y construida sobre un siglo de contactos, avenencias y desavenencias, relaciones cordiales y confrontaciones, que han generado distintos puntos de vista, en ocasiones opuestos, que conviven y se entienden de manera coherente.
Estas contradicciones que asimilamos diariamente provienen de un amplio recorrido histórico de conocimiento mutuo, condicionado enormemente por las circunstancias de las épocas en las que se iban produciendo.
Ya el célebre naturalista latino Cayo Plinio Segundo (apodado el Viejo) recogió en su obra magna, la Historia Natural, un capítulo dedicado a Asia, donde aparecían descripciones de Capadocia, Armenia, India, Mesopotamia y Arabia, entre otros lugares orientales. También habla de los “seres”, denominación que en aquel momento recibían los habitantes de China. Además, incluía también otro capítulo en el que hablaba de botánica y de algunos productos naturales procedentes de regiones exóticas, entre las que destacaba de nuevo la India y Mesopotamia. Todas estas descripciones respondían a la voluntad de Plinio de crear una obra total, en la que se atesorase una parte muy importante del conocimiento del Imperio Romano, incluyendo cuestiones como la manera óptima de dirigir una granja, un extenso número de capítulos dedicados a los usos de distintas plantas y minerales, especialmente los usos medicinales de las primeras, otros centrados en la descripción y clasificación de animales, tanto ficticios como reales. En los capítulos ya citados, Plinio daba un protagonismo especial a regiones muy alejadas, que, tradicionalmente, se hubieran obviado por su carácter periférico respecto al Imperio Romano, sin embargo, aparecían reflejadas en la Historia Natural para clasificar todo el conocimiento que se tenía sobre ellas, poniéndolas en valor por ser parte de una ruta comercial (la Ruta de la Seda) que debía conocerse para prosperar.
Cosa parecida sucedió con los bestiarios medievales, que recogían una profusión de seres monstruosos, buena parte de ellos hundían sus raíces en tradiciones mesopotámicas que se transmitieron a través de relatos y obras como estas por todo Occidente, pero también hacia Oriente. Procedentes de mitologías y religiones tan alejadas y exóticas, se instalaron con rapidez en el acervo cultural occidental, causando un gran estímulo. Si los autores clásicos indagaron en su naturaleza y les confirieron un espacio propio, la tradición cristiana del mundo medieval los convirtió en herramientas de las cuales extraer enseñanzas morales. La clave del éxito de este tipo de textos e ilustraciones era la convicción de que estos seres eran reales, ubicados en lugares exóticos y alejados. Nuevamente, la curiosidad occidental se saciaba a través de una construcción de la imagen de Asia que estaba supeditada a los intereses históricos del momento.
Marco Polo fue un paso más allá, creando en su Libro de las Maravillas una minuciosa descripción de la geografía y administración de las regiones por las que transita en su viaje hasta China, combinando en su texto la veracidad respaldada por un apoyo documental con la fantasía de algunas criaturas (heredada de estos bestiarios medievales), de milagros que supuestamente presenció o de atribución de méritos que, hasta la fecha, no han podido ser contrastados. A la hora de abordar su relato, Marco Polo no pretendía hacer un exhaustivo informe comercial de su viaje, sino elaborar una lectura amena para nobles y burgueses que les permitiera fácilmente hacerse una idea sobre estas regiones tan exóticas. Pese a su gran fama, Marco Polo no fue el único viajero que visitó Asia y posteriormente escribió sobre ello para dar a conocer aquellos lugares alejados y desconocidos, hubo otros nombres, como Odorico de Pordenone o John de Mandeville,[1] que también contribuyeron a asentar una imagen de Asia entre sus contemporáneos.
Por otra parte, podemos encontrar también numerosos tratados de religiosos, especialmente jesuitas, que a partir del siglo XVI viajaron especialmente a China y Japón como evangelizadores. Matteo Ricci y Alessandro Valignano son los nombres más destacados de las misiones china y japonesa, respectivamente, pero no fueron los únicos que produjeron textos, ya que buena parte de los miembros de la orden debía realizar regularmente informes sobre su situación, que habitualmente incorporaban numerosa información sobre los usos y costumbres de los distintos destinos, para preparar a los futuros misioneros. Si bien estas obras fueron, mayoritariamente, de uso interno, contribuyeron también a condicionar la imagen que de Oriente se tenía en Occidente, a través del boca a oreja y de la literatura que estas misiones estimularon.
Todos estos ejemplos, que de épocas más antiguas pueden personalizarse con facilidad, se han ido incrementando con el paso de los siglos, y en épocas más recientes, la universalidad del acceso a la información (un camino que comenzó a recorrerse ya a partir del siglo XVIII), así como una mayor facilidad para viajar y desplazarse han permitido que esta construcción de lugares lejanos en el imaginario colectivo se haya tornado mucho más compleja y cuajada de detalles (de nuevo, tanto reales como ficticios).
A partir del siglo XVIII, y sobre todo del XIX, la combinación de una serie de factores fundamentales disparó la evolución del conocimiento sobre Oriente. Por un lado, la evolución de la prensa, que recogía cada vez de manera más inmediata las noticias y sucesos que se producían a lo largo y ancho del mundo. Ligada a la prensa, la democratización de los libros impresos y la popularización de las revistas ilustradas favorecía un sustrato cultural mayor en el que asentarse las más diversas informaciones, desde las más locales hasta las más globales. Otro factor determinante fue la expansión colonial, que aunque centró su principal pilar en África, también se extendió por Asia: el protectorado británico de la India, el reparto de islas del Pacífico entre Francia, Reino Unido, España, Estados Unidos, Alemania, etc. sin olvidar otro tipo de conflictos no territoriales como las Guerras del Opio en China o la apertura forzada de fronteras de Japón y su consiguiente modernización. Todos estos asuntos generaron gran curiosidad y una predisposición social hacia un conocimiento más profundo de estas culturas percibidas como exóticas, fomentando fenómenos como el del japonismo. Además, no hay que perder de vista que, en el inicio de la era de la cultura y el consumo visual, los avances técnicos y tecnológicos permitían cada vez más que cualquier información que llegase al público occidental lo hiciera acompañada de imágenes (grabados litográficos en prensa, fotografías…), de manera que la experiencia del conocimiento se hacía, paulatinamente, más completa. Un conocimiento entendido de manera amplia, no solo a través de datos o libros teóricos, sino también a través de piezas artísticas (tanto originales como reproducidas) o de elementos concebidos como de ocio doméstico (caso, por ejemplo, de las vistas de salón, fotografías estereoscópicas de lugares del mundo que permitían conocer monumentos y paisajes en imágenes tridimensionales, concebidas principalmente como entretenimiento de la burguesía).
La llegada del siglo XX, y la entrada de pleno en la cultura de masas, hizo que todo este conocimiento de lo ajeno se multiplicase. Todavía perviven estereotipos formados en otras épocas, no obstante, el acceso que hoy en día se tiene a todo tipo de productos culturales es muchísimo mayor y, por ende, más poderoso. Durante el último siglo, todos los ámbitos culturales han tenido la capacidad de interrelacionarse a través de medios culturales como el cine o la televisión, y más recientemente, a través de herramientas tan poderosas como internet. ¿Y cuál ha sido el resultado? Cabría esperar una madurez intelectual que permitiese reemplazar las construcciones tópicas de los siglos precedentes por una serie de conceptos basados en la objetividad y el rigor. Sin embargo, esto no ha sido así, o no del todo. La profusión de información que recibimos genera una mezcolanza en la que se combinan algunos estereotipos antiguos (otros, por fortuna, sí que están más que superados) con otros modernos que pueden tener o no fundamento real. Seguimos viendo lo ajeno como raro o, mejor dicho, seguimos fijándonos solo en lo raro de lo ajeno.[2]
Sin embargo, a pesar de estas cuestiones, inevitables e inherentes al ser humano, disfrutamos de un momento maravilloso para el conocimiento mutuo. No solo por el recíproco interés académico (que también), sino por la era multimedial que nos acerca tanto las producciones propias de países extranjeros como las interpretaciones que nuestra propia cultura hace de las otras culturas con las que se relaciona. El consumo audiovisual estimula una educación y una asimilación de conceptos de manera inconsciente, en muchos casos incluso desde la infancia, favoreciendo una percepción consciente más receptiva. El ejemplo más evidente es el de la llegada de Dragon Ball a España, que predispuso a toda una generación hacia la cultura japonesa, con frutos que todavía hoy se recogen. A situaciones como esta nos hemos aproximado ya desde Ecos de Asia, sin embargo, esta reflexión ha de servir a modo de introducción hacia otros ejemplos que analizaremos próximamente, ejemplos variados, escogidos de manera arbitraria pero representativa.
Notas:
[1] El caso de John de Mandeville es diferente: aunque se hizo pasar por un viajero que había visitado Asia, un análisis crítico de sus obras desde una perspectiva más reciente permitió descubrir que, en realidad, no pasó de Egipto y Mesopotamia, y que sus escritos sobre Asia oriental están inspirados o adaptados de otros autores de su tiempo, reelaborando historias y otorgándoles la pátina de veracidad de escudarse en su supuesto viaje.
[2] Como prueban las noticias que surgen periódicamente sobre aspectos de la sociedad (generalmente) china o japonesa, que se ofrecen al consumidor como usos y costumbres habituales pero que son prácticas muy minoritarias o justificadas en determinados contextos que no se nos explican, subrayando esa rareza con la omisión de la información que permitiría empatizar con el hecho. Por citar algunos ejemplos de estas cuestiones: la “moda” de pasear a pasear vegetales en China (que queda perfectamente explicada aquí) o la costumbre de lamer los pomos de las puertas en Japón, que aunque desde algunos lugares se explicó mostrando interés por su trasfondo, en muchos otros se limitó al plano más superficial, incrementando su viralidad.