Tras contextualizar la novela y analizar la primera parte de la trama, ambientada en Hong Kong, seguimos ahora a los protagonistas de El velo pintado, Kitty y Walter Fane, en su viaje hacia el interior de China. Este periplo de penitencia y redención es el que sustenta la tercera entrega de esta serie de artículos, en la cual analizamos la evolución de los personajes hasta su dramático desenlace, al mismo tiempo que desentrañamos las referencias orientales presentes en la novela.
Como ya sabemos, tras el descubrimiento del affaire entre Kitty y Charlie, Walter plantea a su esposa una disyuntiva: si su amante la acepta, le concederá el divorcio; si no es así, deberá partir con él en un peligroso viaje hacia el interior de China, donde ha estallado una epidemia de cólera. Todas las ilusiones y aspiraciones románticas de Kitty son destruidas cuando Charlie desvela que nunca tuvo intención de abandonar a su mujer y, con este ánimo, los dos corazones rotos que son ahora el matrimonio Fane emprenden su andadura hacia Mei Tan Fu.
Durante su estancia en esta localidad, Walter se dedicará en cuerpo y alma a su labor como bacteriólogo, con maratonianas jornadas laborales para intentar poner freno a la epidemia. Por su parte, Kitty aprovechará estas largas ausencias para examinar su conciencia y curarse del desamor. En estos empeños contará con la inestimable ayuda de Waddington, el subcomisionado británico en la zona, quien se convertirá en gran amigo de los Fane y con quien mantendrá interesantes charlas. Nuestra protagonista inicia así un camino de autodescubrimiento y redención espiritual en el que contará también con la colaboración de unas monjas francesas que cuidan de los enfermos y de los niños huérfanos de la región. Tras sus charlas con la Madre Superiora, Kitty muestra la determinación de servir de ayuda en el convento e inicia así su labor con los niños.
Fueron precisamente estos personajes occidentales que habitaban en China el principal objeto de estudio de W. Somerset Maugham durante su viaje, tomando notas de su contacto con cónsules, misioneros, comerciantes y monjas para luego aplicarlos en la novela y mostrar tanto su modo de vida como el sentimiento de desarraigo de muchos de ellos.[1]
Gracias a la calma espiritual que consigue a través del trabajo, observamos cambios trascendentales en la personalidad de Kitty, que abandona su decadente modo de vida, lleno de banalidades y fútiles deseos carnales, en su camino hacia la redención:
La nueva ocupación de Kitty le proporcionó cierto alivio para el espíritu. Iba al convento todas las mañanas poco después del amanecer y no regresaba a casa hasta que el sol poniente teñía de dorado el estrecho río y los juncos apiñados que flotaban en él. La superiora dejó a su cuidado a las niñas más pequeñas.[2]
En medio de este ajetreo, Kitty descubre que está embarazada pero no puede saber a ciencia cierta quién es el padre de la criatura. Cuando Walter se entera de la noticia, su mujer opta por la sinceridad, compartiendo con él las dudas sobre la paternidad del bebé en lugar de engañarle, como habría hecho la “antigua Kitty”. Aparentemente la pareja ha conseguido redescubrir al otro en medio de este purgatorio que es la epidemia de Mei Tan Fu: una Kitty renovada gracias al trabajo entiende, a través del aprecio que todo el pueblo alberga por su marido, la increíble bondad del hombre con el que se casó.
Sin embargo, poco después, Walter cae enfermo, probablemente por experimentar consigo mismo tratando de buscar una cura para el cólera, y muere susurrando a su esposa los versos de un poema de Goldsmith “el hombre se recuperó del mordisco / fue el perro el que murió.”, que ya analizamos con detalle en la primera entrega de esta serie de artículos.
Kitty regresa entonces a Hong Kong, donde la mujer de su antiguo amante, Dorothy Townsend, la acoge en su domicilio. A pesar de entender lo despreciable del carácter de Charlie, Kitty no puede evitar caer una última vez en la tentación, y se acostará con él. De camino a Gran Bretaña, descubre que su madre ha fallecido y que su padre ha conseguido un cargo en la colonia de las Bahamas. La novela concluye con Kitty, de camino al Caribe en busca de una nueva vida, mientras se propone criar a su hija para evitar que esta cometa los mismos errores que ella.
Conviene que nos detengamos en este punto para analizar a los dos personajes principales de la novela, Kitty y Walter, así como la configuración de los mismos y las interrelaciones con la realidad de su creador.
Kitty es, sin lugar a duda, la protagonista de la novela que, aún contada en tercera persona, transmite los sentimientos y pensamientos femeninos más profundos con maestría. En la primera parte de la novela, se nos describe a este personaje centrando toda la atención en su apariencia física, un exterior deslumbrante que oculta un interior hueco:
Cuando floreció estaba deslumbrante: su piel seguía siendo su mayor atractivo, pero aquellos ojos de largas pestañas destilaban tal ingenuidad y al mismo tiempo tanta dulzura que a uno le daba un vuelco el corazón con sólo mirarlos. Irradiaba una alegría cautivadora y el deseo de agradar.[3]
Sin embargo, lo más interesante de la protagonista es su evolución a lo largo del drama, convirtiéndola en un personaje redondo, cambiante, que madura emocionalmente a medida que pasamos las páginas de este relato, que se va curtiendo a través de los duros golpes emocionales que sufre, sin para ello convertirse en un relato adoctrinador a modo de fábula. Más bien todo lo contrario.
Kitty es una mujer que es infiel a su marido, que es despreciada por su amante, y que se ve obligada a seguir al primero en un viaje hacia la muerte. A través del trabajo consigue reconciliarse consigo misma, entendiendo que ha sido utilizada por un hombre poderoso, al mismo tiempo que cambia el modo en el que ve a su esposo, de un ser mediocre y pusilánime a un honrado médico, trabajador y admirado por sus colegas. Sin embargo, este paseo por el purgatorio que simboliza su estancia en Mei Tan Fu no la exonera de sus pecados, pues lleva consigo la carga de un embarazo cuya paternidad es incierta, y volverá a sucumbir a los encantos de Charlie en un tropiezo que la hace, si cabe, más humana a ojos del lector. El desprecio por sí misma ante lo horrible de sus acciones no hace sino reforzar la determinación del personaje y su último intento por alcanzar la rectitud será la aspiración de educar a su hija, de forma que consiga ser mejor de lo que ella nunca pudo ser.
W. Somerset Maugham crea a una mujer que no es narrada desde una perspectiva masculina, sino que, en un alarde de empatía y habilidad literaria, es ella misma quien toma las riendas de la historia. Es por ello que algunos autores consideran el personaje de Kitty Fane como “uno de los mayores logros de Maughan”.[4]
En lo que respecta a la descripción de Walter Fane, Maughan destaca que “Con su nariz recta y delicada, su frente lisa y su boca bien formada, cabría esperar que fuese guapo, pero, sorprendentemente, no lo era. (…) Su expresión era un tanto sarcástica (…) El hombre no irradiaba ni pizca de alegría.”[5]
Según el propio autor, para el personaje de Walter se basó en su hermano, aunque también cabe destacar similitudes con el propio novelista, como su carácter taciturno y tímido, o su escasa locuacidad en público.[6]
Algo más controvertidas son las similitudes entre la vida marital de los Fane y la de su creador, quien parece conocer de primera mano las tensiones generadas por un matrimonio sin amor. No en vano, Maughan era homosexual y se acompañaba de su amante en sus largos viajes por el extranjero, alegando que no podía viajar con su mujer porque “junto a ella no le vienen las ideas”.[7]
Ha llegado por fin el momento de adentrarnos en las referencias a Oriente que se perciben a lo largo de toda la novela y que podemos organizar en tres categorías, las meras referencias a elementos externos, percibidos por el viajero; las reflexiones y anécdotas surgidas por el contacto entre personajes orientales y occidentales; y, finalmente, las cavilaciones más profundas, en relación al sistema de pensamiento oriental.
En lo relativo a las referencias externas, podemos destacar las detalladas descripciones que realiza durante el viaje, trazando escenas que se desarrollan entre arrozales, montados en palanquines:
Por fin llegaban a su destino. Los habían transportado en sillas de manos, un día tras otro, por una estrecha carretera que discurría entre arrozales interminables. Se ponían en marcha al amanecer y viajaban hasta que el calor del día los obligaba a buscar cobijo en alguna posada del camino, y luego continuaban hasta llegar a la ciudad donde habían reservado alojamiento previamente. El palanquín de Kitty abría la procesión y el de Walter iba justo detrás; luego, a paso cansino, venían en fila los culis cargados con la ropa de cama, las provisiones y el equipo.[8]
Además de las referencias a los transportes, Maugham nos describe sucesos cotidianos de los habitantes de la región que rayan en el costumbrismo:
Cruzaron el río en un sampán. Una silla de manos aguardaba a Kitty en el embarcadero, y los porteadores la llevaron cuesta arriba hasta la compuerta de la esclusa. Los culis que acudían para procurarse agua del río iban y venían a toda prisa con cubos enormes colgados de la percha que llevaban sobre los hombros y salpicaban la calzada de tal modo que parecía que acabara de llover a cántaros. Los porteadores de Kitty los instaban a apartarse con gritos breves y severos.[9]
En medio de estas descripciones de paisajes y actividades, se hace referencia a algunas prácticas locales, como por ejemplo los pies de loto:
De vez en cuando se cruzaban con unos cuantos culis que pasaban por su lado en una hilera irregular y, ocasionalmente, con algún oficial chino que observaba a la mujer blanca con curiosidad desde su palanquín; unas veces se encontraban con campesinos enfundados en prendas de color azul desvaído y tocados con enormes sombreros que se dirigían al mercado, y otras con alguna mujer, joven o vieja, que se bamboleaba sobre sus pies constreñidos. Subían y bajaban pequeñas colinas cubiertas de arrozales y granjas enclavadas en acogedores bosquecillos de bambú; atravesaban pueblos miserables y ciudades populosas, amuralladas como las de un misal.[10]
En lo referente a las experiencias surgidas del contacto entre Oriente y Occidente, conviene rescatar este párrafo de la novela:
Aunque negaba ser un erudito en cuestiones chinas (juraba que los sinólogos estaban locos de atar), hablaba la lengua con soltura. Leía poco y todo cuanto sabía lo había aprendido conversando, pero a menudo contaba a Kitty relatos de novelas chinas y de la historia de ese país, y aunque siempre asumía esa actitud jocosa e indiferente que lo caracterizaba, los cuentos a menudo rebosaban humanidad e incluso dulzura. Ella tenía la impresión de que, quizá de forma inconsciente, él había adoptado el punto de vista chino según el cual los europeos eran unos bárbaros y su estilo de vida una locura: sólo en China podía un hombre razonable percibir en su existencia una suerte de realidad. Esto le dio que pensar a Kitty: ella siempre había oído hablar de los chinos como un pueblo decadente, sucio e incalificable. Fue como si por un instante alguien levantase la esquina inferior de un telón, permitiéndole atisbar un mundo rebosante de color y significado con los que nunca había soñado siquiera.[11]
De este pasaje conviene destacar, en primer lugar, la caracterización del personaje de Waddington que, como queda de manifiesto en estas líneas, se debate entre una apariencia banal y algo cómica, y unos profundos conocimientos del entorno que le rodea. Por otro lado, queda de manifiesto el punto de vista de Kitty y un principio de cambio, puesto que reconoce sus prejuicios y consigue levantar el velo (metáfora recurrente que da título a la novela) para descubrir un mundo fascinante.
Kitty deberá afrontar sus prejuicios cuando comience a trabajar en el convento, superando su inicial aversión hacia las niñas chinas:
Se estremeció ligeramente, porque con su vestido uniformado, su piel cetrina, su nariz aplastada y su estatura diminuta, las criaturas apenas parecían humanas. Su aspecto le repelía y, sin embargo, la madre superiora permanecía entre todas ellas como la viva imagen de la caridad. (…) –Como usted bien sabe –le explicó a Kitty mientras caminaban por otro pasillo-, sólo son huérfanas en el sentido de que sus padres han decidido librarse de ellas. Les damos un poco de calderilla por cada niña que traen, porque de otro modo ni siquiera se tomarían la molestia y se desharían de ellas sin más. (…) -Ahora con el cólera, están más ansiosos que nunca por desembarazarse de la carga inútil que suponen las niñas.[12]
También queda patente en este fragmento la situación de las niñas en la China contemporánea al autor, mostrando cómo el orfanato dirigido por las monjas está lleno de niñas que han sido abandonadas por sus padres por considerarlas una “carga inútil”.
Pero sin duda es Waddington el personaje en el que más claramente se ve la conexión entre Oriente y Occidente, puesto que posee una amante que es una princesa manchú, y cuya historia de amor conocemos gracias a las palabras que Sor Saint Joseph dirige a Kitty:
Por lo visto, lo destinaron a Hankow durante la revolución cuando estaban masacrando a los manchúes y el bueno de Waddington salvó la vida a los miembros de una de las familias más importantes, emparentada con la dinastía imperial. La muchacha se enamoró perdidamente de él y… bueno, el resto ya se lo puede imaginar. Y luego, cuando se marchó de Hankow, ella huyó y lo siguió, y ahora va detrás de él a todas partes, y él ha tenido que resignarse a cargar con ella, el pobre, aunque en mi opinión le ha cobrado mucho cariño. Algunas de esas mujeres manchúes son muy atractivas.[13]
Cuando Kitty tenga un encuentro con esta misteriosa mujer, descubrirá todos los secretos de una cultura que hasta ahora le permanecía oculta:
Apenas había prestado atención, salvo de pasada y con cierto desprecio, a la China a la que el destino la había llevado. Todo era muy ajeno a su mundo. Ahora, de pronto, empezaba a atisbar algo remoto y misterioso: Oriente se extendía ante ella, inmemorial, oscuro e inescrutable. Las creencias e ideales de Occidente resultaban toscos en comparación con los ideales y las creencias que apenas alcanzaba a intuir en aquella criatura. (…) Era como si esa máscara coloreada encubriese el secreto de una experiencia profunda y trascendente: en aquellas manos largas y delicadas con sus dedos ahusados residía la clave de enigmas aún por desvelar.[14]
Finalmente, entre aquellas reflexiones a nivel más profundo sobre la cultura asiática, debemos citar aquel pasaje en el que Maugham describe, no sin cierto romanticismo, la experiencia de los protagonistas en un monasterio budista:
Llegaron al monasterio, un conjunto de edificios bajos desparramados junto al río a la grata sombra de los árboles, y unos monjes sonrientes los guiaron a través de patios, vacíos en su solemne desolación, y les enseñaron templos consagrados a dioses con el rostro petrificado en muecas extrañas. En el santuario estaba sentado el Buda, triste y remoto, melancólico, ensimismado y levemente risueño. Se respiraba cierto abatimiento en el ambiente, aquella magnificencia era burda y ruinosa, los dioses estaban polvorientos, y la fe que los había creado agonizaba. Daba la impresión de que los monjes permanecían allí a regañadientes, como si aguardaran el aviso de abandonarlo todo, y en la sonrisa que el abad les dedicaba con su pulcra gentileza se apreciaba la ironía de la resignación. Cualquier día los monjes se marcharían de aquella arboleda sombreada y amena, y los edificios, abandonados y medio en ruinas, se verían azotados por feroces tormentas y asediados por la naturaleza circundante. Las enredaderas silvestres treparían por las efigies inertes, y crecerían árboles en los patios. Entonces ya no morarían allí los dioses, sino los espíritus malignos de la oscuridad.[15]
El culmen de la espiritualidad se alcanza durante una conversación entre Kitty y Waddington:
-El otro día me hablaste del Tao- dijo Kitty tras una pausa-. Explícame qué es.
Waddington le lanzó una miradita y vaciló un instante, y luego, con una leve sonrisa en su cómico rostro respondió:
-Es el Camino y el Caminante. Es el sendero eterno por el que andan todos los resers, pero no es obra de ser alguno, pues es el ser en sí mismo. Lo es todo y no es nada. De él brotan todas las cosas, todas las cosas se ajustan a él, y a él regresan finalmente todas las cosas. Es un cuadrado sin ángulos, un sonido que los oídos no alcanzan a percibir, una imagen sin forma. Es una red inmensa y, aunque sus mallas son tan anchas como el mar, nada pasa a través de él. Es el refugio donde todas las cosas encuentran cobijo. No está en ninguna parte, pero sin asomarte a la ventana es posible que lo veas. Nos enseña a desear no desear, y dejar que todo siga su curso. Quien se comporta con humildad se mantendrá íntegro. Quien se tuerce recuperará la rectitud. La base del éxito reside en el fracaso, y el éxito es el lugar donde mora el fracaso, pero ¿quién sabe cuándo llegará el punto de inflexión? Quien busca la ternura consigue al final ser como un niño. La apacibilidad trae la victoria a quien ataca y la seguridad a quien se defiende. Poderoso es quien se conquista a sí mismo.
-¿Tiene eso algún sentido?
-A veces, cuando me he echado media docena de whiskies entre pecho y espalda y miro las estrellas, me parece que sí.[16]
Estas deliberaciones no son las propias de un viajero occidental, sino de un erudito en la materia, quedando en este pasaje de manifiesto el conocimiento de Maugham sobre el tema. Este saber proviene de la entrevista que el escritor tuvo con un académico chino, experto en Confucio, con el que charló sobre Historia y Filosofía, así como las relaciones entre China y Occidente.[17]
Así pues, como hemos podido ver a través de estos tres primeros artículos, pese a ser un relato de ficción, con trazas de experiencias de un viajero occidental en un extraño mundo, Maugham va más allá de la crítica a la sociedad occidental y sus valores, más allá del retrato intimista de un fallido matrimonio sin amor (que, como hemos visto, tanto tenía de autobiográfico), sino que es todo eso y mucho más, puesto que se adentra en aspectos profundos de la filosofía oriental, con ojo crítico a la vez que irónico, dejando un poco de sí mismo en cada personaje que describe.
Tal es la importancia de esta obra literaria que no tardaron en salirle versiones cinematográficas, a cuyo estudio y análisis comparativo dedicaremos las siguientes entregas de esta serie.
Notas:
[1] Hastings, Selina, The Secret Lives of Somerset Maugham: A Biography. Nueva York, Random House Publishing Group, 2010. P. 242.
[2] Maugham, W. Somerset, El velo pintado. Barcelona, Bruguera, 2007. P. 165.
[3] Ibíd. P. 33.
[4] Hastings, Selina, op. cit. P. 247.
[5] Maugham, W. Somerset, op. cit. P. 40.
[6] Hastings, Selina, op. cit. P. 248.
[7] Ibíd. P. 249.
[8] Maugham, W. Somerset, op. cit. P. 104.
[9] Ibíd. P. 136.
[10] Ibíd. Pp. 240-241.
[11] Ibíd. Pp. 125-126.
[12] Ibíd. P. 143.
[13] Ibíd. P. 173.
[14] Ibíd. P. 200.
[15] Ibíd. Pp. 176-177.
[16] Ibíd. Pp. 229-230.
[17] Hastings, Selina, op. cit. P. 242.