Todos recordamos qué estábamos haciendo el 11 de septiembre de 2001. Todos, quien más y quien menos, recuerda haber visto por los medios como en un instante Estados Unidos se vio sumido en el caos al chocar dos aviones contra las torres gemelas del World Trade Center de Nueva York, pese a que hoy se cumplan ya 13 años del atentado yihadista.
Este ataque conmocionó no sólo a los estadounidenses, quienes en mayor o menor grado sufrieron el ataque, sino a toda la población mundial ya que gracias a la globalización de los medios de comunicación, los impactos de los aviones contra las torres así como el desplome de las mismas dos horas después de dicha colisión, pudieron ser vistos al mismo tiempo en todo el planeta. Las imágenes tenían tanto empaque y fueron tan impactantes que muchas personas creyeron que se trataba de un montaje cinematográfico, al más puro estilo hollywoodiense.
Además desde un primer momento el atentado fue tratado de una manera especial ya que no sólo se contabilizaron las víctimas reduciendo las muertes a simples números, sino que con el paso de los días, esas cifras se tradujeron en historias, en familias rotas, en vidas truncadas; lo cual otorgó una mayor carga emocional a la noticia. Nos humanizaron hasta el último término el gran desastre, incluso filtrando las conversaciones que las personas atrapadas mantenían con sus seres queridos a modo de despedida final, pues sabían cual era su inminente destino.
Todo esto hizo que se instaurara un temor generalizado en toda la población, las teorías conspiracionistas fueron inmediatas y las repercusiones a escala internacional no se hicieron esperar, estando actualmente aún patentes. Las consecuencias no son visibles únicamente en la población sino en todas sus actividades, así como en las obras y productos que genera.
Una de las actividades que instantáneamente se vio afectada fue el cine. Desde un primer momento comenzaron a nacer documentales y películas que trataran el tema del ataque terrorista, tanto desde el punto de vista político de conspiraciones, ataques de terrorismo, dirigentes… como desde una óptica más humana, poniendo cara y voz a las diferentes víctimas directas o indirectas del suceso.
Un ejemplo de esto lo encontramos en la película francesa estrenada en el Festival de Cannes de 2002: 11’09’’01 (11 septiembre), por esto mismo, por humanizar la historia y por incluir en el relato la visión de Oriente y su postura ante el atentado. Se trata de once historias relatadas por once directores de diferente nacionalidad, por lo que nos encontramos ante once puntos de vista diferentes sobre el atentado, once formas distintas de contar un mismo hecho.
Entre los distintos segmentos que forman 11’09’’01, se encuentran entre otros, por supuesto, la visión estadounidense, realizada por Sean Penn, la mexicana ofrecida por Alejandro González Iñárritu, mientras que la inglesa es obra del director de cine y televisión Ken Loach. Sin embargo, el atentado conmocionó al mundo entero, y el film quiere recoger esa globalidad, dando no solo una perspectiva occidental de los hechos, sino también las visiones de algunos destacados directores orientales. En concreto tres, procedentes de lugares con unas realidades tan dispares y diferentes como son Irán, India y Japón.
El punto de vista iraní acerca de la catástrofe nos lo muestra la directora Samira Makhmalbaf. Perteneciente a una familia de cineastas, la joven iraní se inició en el mundo del celuloide con tan sólo siete años actuando en uno de los filmes dirigido por su padre. Con 17 años realizó su primer largometraje La manzana (1997), con el cual al año siguiente concursó en el festival de Cannes, convirtiéndose en la realizadora más joven que haya concursado nunca en un festival internacional. A partir de este momento los premios otorgados a sus películas, y a su propia figura y labor, se han ido sucediendo.
En este caso la directora nos relata la historia del incidente a través de una maestra iraní que intenta explicar a sus alumnos el atentado. Se trata de un grupo de niños afganos refugiados en Irán, quienes trabajan en la construcción de un muro como medio de refugio ante los posibles ataques por parte de los americanos. Pese a los intentos de la profesora por concienciarles de las consecuencias que dicho ataque terrorista puede tener, ella considera que supone el inicio de la III Guerra mundial y que Estados Unidos contraatacará con bombas atómicas. Los niños hablan de los incidentes que han ocurrido a su alrededor (una persona ha muerto en la construcción donde ellos también trabajan, la tía de unas niñas ha sido lapidada…) porque realmente es lo que les atañe y concierne.
Los niños no logran entender a la profesora, quien insiste en que deben de guardar un minuto de silencio por las miles de víctimas estadounidenses, y aún menos porque ellos pueden sufrir las consecuencias y verse inmersos en una guerra. Creen que Dios es el único que puede destruir a los hombres y ellos no pueden interceder ante los designios de Dios, ellos que ni siquiera saben qué es una torre.
Pese a todo, la profesora insiste en que comprendan, y entonces vemos una de las mejores metáforas visuales de las torres gemelas en el momento del atentado: una chimenea de la cual no cesa de salir humo.
Como vemos la directora nos muestra la cara de los considerados culpables, y como la población llana no entiende su parte de culpabilidad en ese incidente (si es que realmente la tienen) y mucho menos cómo eso puede afectar a sus vidas; y para ello no hay mejor manera que la figura de un niño. Unos niños símbolo de la inocencia, de la pureza y del más puro desconocimiento, con su actitud de incomprensión de cómo un suceso tan lejano puede influenciar y truncar sus vidas. La directora nos hace reflexionar sobre cómo se culpabiliza a todo un pueblo, una nación, una religión… de unos ataques terroristas que poco o nada tienen que ver con el grueso de la población de estos países, quienes en algunos casos (al igual que sucedía con estos niños) ni siquiera saben qué es una torre.
El siguiente punto de vista oriental sobre el atentado nos los proporciona Mira Nair quien localiza su relato en el propio Estados Unidos mostrándonos como tras el incidente la población americana comenzó a sentir recelo de todo el colectivo musulmán, pese a que éstos fueran sus vecinos y amigos de toda la vida.
La directora de origen indio realizó su primera película con 22 años (Jama Masjid street Journal, basada en la vida de la parte antigua de la ciudad de Dehli) y a partir de entonces creará una serie de filmes contextualizados en su india natal, mezclando las costumbres importadas de Occidente con las tradicionales de la cultura hindú, mostrando de este modo la heterogeneidad y diversidad existente en la India actual.
En esta ocasión abandona el contexto hindú y se centra en la historia de una mujer musulmana, ciudadana estadounidense, que pierde a uno de sus hijos en el atentado. Nos muestra como no sólo tiene que sufrir el desconcierto y la amargura de no saber qué ha ocurrido con su hijo, si está vivo o muerto, sino que además tiene que convivir con los desprecios y desplantes que sus vecinos y amigos le hacen por el mero hecho de ser su familia musulmana. Incluso empiezan a investigarles por el único motivo de la religión que profesan; dando a entender que su hijo pudiera ser uno de los terroristas responsables del atentado. Finalmente el supuesto terrorista acaba siendo considerado un héroe, al conocerse su modo de actuar ese día, al salir a la luz la verdad y como intentó salvar vidas y no destruirlas.
Un relato que de una manera muy sencilla y a través de una historia concreta muestra la paranoia que en la mentalidad de muchos de los estadounidenses (traspolable a la ciudadanía occidental en muchas ocasiones) se instauró tras el atentado contra todo el colectivo musulmán; cómo el miedo al otro (aunque éste sea tu vecino o amigo) se impuso de una manera radical y cómo prontamente todos los musulmanes se encontraron en una situación de rechazo y menosprecio (aunque ellos también sufrieran pérdidas importantes en sus vidas).
Una historia que nos hace reflexionar sobre los prejuicios y miedos que se instauran en las personas tras sufrir grandes catástrofes y cómo el ser humano tiende a generalizar y estereotipar a los colectivos opuestos al suyo propio.
Este compendio de cortometrajes culmina con el director japonés Shohei Imamura (Tokio, 1926-2006). Éste fue uno de los maestros de la Nūberu Bāgu o Nueva Ola Japonesa, considerado uno de los grandes directores, guionistas y productores de estos últimos años desde la figura del gran Akira Kurosawa. Los premios a sus producciones y a su figura se suceden por todo el mundo, destacándose aquellos filmes de alto nivel crítico, denunciando el paso de la sociedad nipona de la tradición al consumismo, contraponiendo la vida tradicional en vías de extinción con la moderna de rápida implantación y desarrollo.
La historia de Imamura pone final a este compendio de relatos de un modo original y con un tratamiento no visto en ninguno de los anteriores puesto que no trata dicho incidente, ni siquiera lo menciona; sino que nos habla de las consecuencias de la II Guerra mundial para uno de los soldados imperiales supervivientes. Nos relata como dicho soldado al volver del campo de batalla actúa como si de una serpiente se tratase y su familia, pese a que en un primer momento intenta adaptarse a esta nueva situación, no puede soportarlo (incluso su madre llega a ser atacada recibiendo un mordisco cuando intenta que su hijo coma como un hombre y no como un reptil). Acaba siendo echado de casa y pasa a vivir en los alrededores del pueblo, escondido entre la maleza. Pronto los vecinos empiezan a sufrir pérdidas entre sus animales durante las noches, desde un primer momento creen que el culpable es el exsoldado así que deciden “cazarlo” e intentar remediar la situación y prestarle la ayuda necesaria tanto a este héroe de guerra como a su familia. En esa búsqueda, el soldado-serpiente intentando escapar se zambulle en el agua pero como únicamente repta, y no utiliza ninguna de sus extremidades, acaba ahogándose.
Esta trágica historia finaliza con una frase: “no existe guerra santa”. Una metáfora, un paralelismo que nos evidencia como en la guerra nunca hay vencedores ni vencidos, que todos sufren las consecuencias y que son fatídicas, incluso para los supervivientes.
Como vemos, ni una sola referencia al atentado estadounidense, pero al presentar la historia el paralelismo es más que obvio y no necesita más apunte que esa frase final para mostrarnos que ninguna guerra está justificada y que las consecuencias son siempre atroces para todos.
El caso de 11’09’’01 es sólo una de las primeras consecuencias cinematográficas del atentado. Las influencias en el mundo del cine, tanto en circuitos más independientes como en las superproducciones más comerciales de Hollywood, fueron y siguen siendo notables. El atentado del 11S supuso un momento de inflexión cuyas consecuencias fueron visibles en todos los ámbitos de la vida y en todos los lugares del planeta.
A partir de este momento, siguiendo en el mundo cinematográfico, muchas producciones nos han hablado del miedo que se instaló en el subconsciente de la gente, el pánico ante lo desconocido e incontrolable; así como las posibles múltiples teorías de conspiración que surgieron alrededor de la tragedia. Sin embargo, el atentado terrorista en sí fue evitado en muchas ocasiones (más allá del género documental), incluso durante una época se consideró de mal gusto rodar películas catastróficas donde se destruyeron edificios emblemáticos. Para no dañar sensibilidades ni remover sentimientos que eran aún demasiado recientes, algunas películas fueron paralizadas, o estrenadas más tardíamente como es el caso de Daño Colateral, protagonizada por Arnold Schwarzenegger, cuyo estreno se retraso seis meses y no vio la luz hasta febrero de 2002, o el filme Relaciones internacionales que tardó más de dos años en estrenarse (abril 2003); mientras que, otras fueron mutiladas y algunas de sus escenas eliminadas o modificadas como es el caso de la segunda parte de la saga Men In Black en donde el momento de mayor clímax de la película tenía como fondo dichas torres y lo cambiaron por otro marco: la estatua de la libertad, o la versión de Sam Rami de Spiderman donde eliminaron la escena en la que el superhéroe daba caza a unos delincuentes gracias a la tela de araña que tejía entre ambas torres.
De hecho la sensibilidad sigue siendo tal que Paramount Pictures tuvo que retirar este verano el cartel publicitario del estreno de una de sus superproducciones, las nuevas Tortugas Ninja de Michael Bay, en Australia, el cual tiene lugar hoy, 11 de septiembre (en Estados Unidos ya se estrenó la primera semana de agosto mientras que en España no llegará hasta mediados de octubre). La polémica tuvo lugar porque en dicho cartel aparecían saltando las tortugas protagonistas de un rascacielos justo después de una detonación, por lo que se ve como el edificio empieza a sumirse en las llamas. El cartel se difundió en pocas horas por todo el planeta gracias a la red social Twitter, surgiendo instantáneamente un aluvión de quejas y críticas, ya que el paralelismo con el atentado era más que evidente. La controversia llegó a su fin tras el comunicado de la productora pidiendo disculpas y explicando que había sido fruto de una inoportuna coincidencia.
A partir de ese momento, a partir de la caída de las torres, en el subconsciente de muchos ciudadanos occidentales, no sólo americanos, Oriente pasó a convertirse en el gran enemigo a combatir, en la única gran amenaza ante la que permanecer en alerta; viniéndose abajo un estado de paz y una seguridad de la que los Estados Unidos gustaba alardear.
En sintonía con esta palpable mentalidad de Oriente Medio como enemigo, tanto el cine a través de grandes superproducciones hollywoodienses, como En tierra hostil (2008) y La noche más oscura (2012), de Kathryn Bigelow, como la televisión, aunque quizá en menor medida, con series de éxito internacional como Homeland (2011) o miniseries como Generation kill (2008), han ido perfilando y afianzando una imagen que, aunque critique a su propio gobierno, su modo de actuar y los propios conflictos bélicos, sigue presentando a Oriente como el gran enemigo, un enemigo de la cultura occidental que sigue ahí y que se define por ser completamente lo opuesto. Con todo ello, se contribuye desde Occidente a hacer todavía mayor la brecha entre ambas culturas y a dificultar el entendimiento mutuo y poner fin a todo el conflicto internacional actual.
Como diría Shohei Imamura, “no existe una guerra santa”. Ninguna guerra tiene vencedores, sólo vencidos, y no existe justificación, sólo sufrimiento y pérdidas.