Estamos en un momento en el que la literatura japonesa parece venderse sola gracias a grandes nombres del ayer y del hoy, a formas propias consideradas exóticas como el monogatari o el haiku, o bien a la novela intimista que, desde mediados del periodo Meiji, hasta hoy ocupa nuestras bibliotecas y librerías.[1] No es éste el caso del título y del autor elegidos por la Editorial Ardicia –que se aventura por primera vez en la traducción y edición de literatura japonesa–, sino que, siguiendo su línea habitual, opta por rescatar y presentar a un autor que, olvidado en las grandes monografías sobre literatura en japonés, todavía tiene mucho que descubrirnos.
Denji Kuroshima (Kuroshima Denji, siguiendo la onomástica japonesa; 1898-1943) es considerado en Japón como uno de los autores clave de su literatura proletaria (puroretaria bungaku). Nacido en la pequeña y rural isla de Shôdo, en una familia de campesinos, Kuroshima tuvo varias ocupaciones antes de dedicarse a la escritura. Al reencontrarse en Tokio con su compañero de la infancia Shigeji Tsuboi, consiguió, mediante trampas, ingresar en la Universidad de Waseda para estudiar Literatura. En aquel momento, sus grandes intereses eran la lengua francesa y, por supuesto, la propia literatura, profesando gran admiración por los clásicos recientes rusos como Dostoievski, Tolstoi y Chéjov, además de por su contemporáneo Naoya Shiga.
En 1919, sus planes se verían truncados cuando fue llamado a filas; pasaría dieciséis meses acuartelado en Japón, pero próximo a su licenciamiento sería enviado a Siberia en 1921, durante la llamada “Intervención Siberiana”, en donde pasaría un año. Si su desencanto con la estratificada sociedad ya existía seguramente, tanto a raíz de sus desengaños en el mundo laboral como mediante su afición a los citados autores rusos, éste se intensificó durante su servicio militar. Debemos advertir que Kuroshima fue enviado a Siberia en un momento en el que el ejército japonés era ya el único presente en tierras rusas, pues las tropas aliadas se habían retirado en 1920 (“Nadie quería estar mucho tiempo en Siberia”).[2]
Para Kuroshima, Siberia fue el infierno, pero no fue uno de fuego y sangre, sino de gélida incomprensión: por una parte, nadie entendía que hacían ahí –la contienda había acabado–, y la presencia japonesa obedecía más a una demostración de orgullo y propaganda que a una efectividad real (“Los soldados estaban aburridos de la guerra”);[3] por otra, el frío polar agravó la tuberculosis que Kuroshima había contraído previamente en Japón, y que llegó a ser tan intensa que el escritor fue repatriado en mayo de 1922, apenas cinco meses antes de la retirada general de las tropas japonesas.
En su convalecencia, Kuroshima comenzó a escribir relatos sobre los desencuentros castrenses, y cuando en 1925 volvió a Tokio, consiguió publicar en la pequeña revista Choryu, que editaba su amigo Shigeji Tsuboi. En los años venideros, publicaría en el importante periódico marxista Bungei Sensen y en la influyente revista liberal Chûô kôron, a la par que demostraba cada vez un mayor activismo político.
A pesar de lo que sugieren las fechas, y aunque abocado ya a movimientos plenamente del siglo XX, Kuroshima pertenece todavía al último bastión de escritores de la Generación Meiji, aquella que vivió un atragantado cambio de apertura y deseos de libertad. A lo largo de dicha generación, se experimentaron en Japón, en menos de veinte años, casi todas las corrientes literarias occidentales, del Romanticismo a las vanguardias –muchas veces, en abruptos híbridos y collages–, introduciendo en la literatura nacional novedades como la espiritualidad monoteísta y, sobre todo, la importancia del yo. Esta última cristalizó no sólo en la prominencia de un tipo de literatura introspectiva y subjetiva que ha llegado hasta el presente, sino en toda una serie de novelas donde era el yo subjetivo el que hablaba: comenzaban con ellas también la denuncia y la sátira modernas. Sin ser en realidad una historia autobiográfica, las historias de Kuroshima aquí contenidas, aunque narradas en tercera persona, dejan entrever en realidad mucho de la vida del autor.[4]
Una bandada de cuervos, la selección que nos presenta la Editorial Ardicia, es en realidad un corpus de relatos cortos escritos por Kuroshima entre 1925 y 1928, cobijados bajo una portada del ilustrador japonés Akira Kusaka, tan matérica como mistérica, acaso necesaria para dotar de romanticismo a una obra necesariamente humana, enfocada a relatar los (alti)bajos de la sociedad cambiante y confusa del Periodo Taisho (1912-1926).
Precedidos de un espléndido prólogo –obra de Zeljko Cipris, editor de la versión anglosajona de la obra– que nos sitúa a la obra y al autor en el adecuado contexto, el volumen contiene en realidad dos tipos de relatos: los que suceden en Siberia y los que suceden en Japón. Aunque agrupados bajo un mismo libro, relatan sensaciones y escenarios bien diferentes, a pesar de lo cual comparten un hastío general por la vida y por las imperativas condiciones de las clases menos favorecidas de la sociedad japonesa, haciendo muestra de un constante y ferviente anti-imperialismo.
El primer grupo de relatos (“Siberia bajo la nieve”, “El trineo”, “Una bandada de cuervos”, “El agujero”) nos sitúa cronológica y espacialmente en un asentamiento del ejército japonés de la llamada “Intervención Siberiana”. Considerada como un largo y complejo episodio de la Guerra Civil Rusa, la Intervención Siberiana fue en realidad una muestra de cómo el Gran Juego decimonónico se estaba perdiendo definitivamente hacia el Pacífico. La que se definió como una ocupación del extremo oriental de Siberia –afectando especialmente a la zona entre el puerto de Vladivostok y el lago Baikal– por parte de las potencias aliadas y con la intención de inclinar la balanza hacia el Ejército Blanco, se trató en realidad de una soberbia demostración de potencia militar por parte de Japón, que mantuvo en la región durante años a un amenazante ejército– tanto para los rusos como para los aliados, que justamente desconfiaban de los nipones–.
Pero, como bien narra Kuroshima, esta demostración tuvo mucho más de jactanciosa que de sublime: el Imperio Japonés mantuvo su ejército en Siberia y Sajalín varios años más que el resto de potencias, sin apenas ocupación real, y por supuesto, en condiciones humanitarias casi tan penosas como las de los campesinos y ciudadanos que constantemente expoliaban para su manutención. Su verdadera misión era, por supuesto, asegurar la visibilidad y el respeto por el Japón imperialista y colonialista, que desde finales los momentos del cambio de siglo y hasta la derrota en la Segunda Guerra Mundial se dedicaría a ocupar parte de Rusia, Corea, China y buena parte del Pacífico.
La de Kuroshima es una Siberia sin ley, en la que la catarsis bélica aúna el sinsentido vital de una ocupación absurda con las ya presentes desigualdades sociales, acrecentadas por las oligarquías militares,[5], siempre relatadas desde su prisma ideológico. Siberia, como una inefable Reina de las Nieves, premia al delincuente, explota al ocupado –como se nos relata en los casos de aldeanos rusos y coreanos que aparecen en los relatos– y avinagra al bienintencionado. Muchas de las frases de estos relatos dan buena muestra de ello:
Es imposible hacer estas cosas en casa. Por eso me gusta tanto Siberia. Es una tierra sin ley.[6]
Hostigan a los rusos sin importarles sus llantos y sus súplicas, para al final quitárselo todo a la fuerza. Es una perversidad, un auténtico saqueo.[7]
Tanto el cerdo como el pollo solo lo vemos cuando nos obligan a requisarlo (….) ¿Pero quién creéis que se come el jamón y el bacon? Es todo para los oficiales. A nosotros nos reservan solo el papel de malvados, de ladrones.[8]
Desde el primer día de su llegada, los dos pensaron que si eran diligentes y no desobedecían, su recompensa sería volver pronto a casa. (…) Así fue como se ganaron un año más de servicio a la madre Patria en Siberia.[9]
Pero el particular relato de Kuroshima poco tiene que ver con el cuento de Andersen: en Siberia no hay protagonistas, no hay antagonistas y el único viaje posible es el de la (auto)destrucción: la Siberia japonesa, es tan melancólica como brutal. Por el contrario, se aproxima en cierta manera –temática y conceptualmente, aunque en absoluto de forma estilística–, a la Alemania. Cuento de Invierno (1844) de Heinrich Heine, advirtiéndose la nostalgia del migrante en el exilio forzoso; sin embargo, esta nostalgia no es sólo sentimental, pues, como la de Heine, la obra de Kuroshima está bien cargada de tintes políticos.
El segundo grupo de relatos (“El telegrama”, “El ladrón de azúcar”, “La piara de cerdos”, “Sus vidas”) nos retrotrae a la otra cara de la deprimida y depresiva moneda: la vida semi-rural de un Japón industrializado a trompicones. Como corresponde a su ideología política, Kuroshima se centra en destacar más las sombras que las luces del incandescente y agridulce Japón de entreguerras, ese que, apenas durante unos pocos años, gozó de la democracia y de una aparente libertad antes de que el militarismo y el totalitarismo se impusieran por la fuerza. En apenas unas décadas, emergieron y fueron aniquilados los movimientos obreros, estudiantiles y por la emancipación de la mujer: mientras que en 1925 se aprobaba el sufragio universal masculino, se censuraba al mismo tiempo la agitación anticapitalista.
Los relatos de Kuroshima, con argumentos más propios de un Víctor Hugo (“El ladrón de azúcar”) o un Émile Zola (“La piara de cerdos”) que de un autor comunista contemporáneo, abordan con su prosa desornamentada –quizás más próxima a la de su admirado Chéjov– una constante temática de lucha de clases y desigualdades sociales, que más que en un cántico a la libertad se erigen en orgullosa elegía, alejándose de lo prosopopéyico. Si en sus relatos sobre Siberia era fácilmente perceptible su antimilitarismo, igualmente sorprenden –y hieren– las sensibilidades de algunos de sus protagonistas japoneses: Kuroshima relata la crueldad de patrones y empresarios frente a los humildes campesinos, aunque muchos de ellos tampoco salen mejor parados.
Bajo la aparente estoicidad de muchos de sus personajes, quizás el mensaje del escritor sea precisamente el contrario: tras la historia de Gensaku, condenado por el destino a morir –como su padre y abuelo– en una fábrica, no se esconde un determinismo social, sino una denuncia de clase; tras la fracasada huelga de “La piara de cerdos” no se esconde una crítica a las mismas, sino una advertencia sobre su necesidad. Y es que, como bien dice Cipris en el prólogo:
Desprovistas de un optimismo fácil, sus historias son crónicas abiertas sobre el abuso y la resistencia. Si sus protagonistas, pese a sus denodados esfuerzos, no logran sobrevivir y prosperar, al menos sus lectores se verán, cuando menos, impelidos a buscar una vía de escape del brutal laberinto.[10]
En definitiva, la de Kuroshima es una obra que se torna más gris que roja –y no sólo aludiendo a la metáfora ideológica–, en la que los destinos, actitudes y aptitudes de sus personajes nos remiten más al mencionado letargo invernal que al aguerrido combate que mantuvieron, física y psicológicamente, escritores como Kobayashi Tajiki[11] –a cuya memoria se dedica la edición– o el propio Kuroshima: la incesante nieve de la tundra, el hollín de las fábricas, e incluso la parquedad de su universo sentimental,[12] cubren al instante la sangre derramada en los relatos del japonés. En su amalgama de estilos y referencias literarias, se perciben las contradicciones de la literatura japonesa del momento, siempre constreñida por la censura moral y/o real de los acontecimientos históricos.
La literatura de Kuroshima parece en ciertos momentos recordar a la conciencia de clase japonesa, lenta y tardía, pero a la postre imparable: lejos de impresionar o epatar a la manera de algunos de sus contemporáneos occidentales, remueve de forma discreta las conciencias, para, poco y poco, tan lenta pero implacablemente como la salsa de soja de sus relatos, germinar, fermentar y finalmente inundar todo lo que toque con su sabor.
Y es que aunque sus finales son casi siempre avinagrados, descorazonadores pero no lagrimeros, Kuroshima demostró en todo momento ser un optimista vital. Tras el “Incidente de Jinan” (1928), Kuroshima fue uno de los disidentes japoneses que se trasladaron hasta China para comprobar qué había de cierto en la versión imperial oficial. Fruto de esta experiencia surgiría su única novela, Calles Militarizadas (Busō seru shigai, 1930), que fue censurada inmediatamente y hasta 1970 por los sucesivos gobiernos – estadounidense inclusive. La creciente virulencia política de Kuroshima tampoco pareció gustar a sus teóricos compañeros de bando: en 1932, el entonces joven Kenji Miyamoto –que se convertiría después en el dirigente del Partido Comunista Japonés– criticó uno de sus relatos. Pero no fue esto lo que le alejó de la escritura, sino su cada vez más grave tuberculosis, que en 1933 le obligó a trasladarse a su isla natal –con un clima más sano que la capital japonesa– junto a su mujer y dos hijos; siempre motivado por la idea de volver a Tokio y retomar su actividad política y literaria. Este momento finalmente nunca tuvo lugar: Denji Kuroshima moriría, tranquilo y feliz, en su casa de Shôdo en 1943, dejando numerosos relatos, cartas y entradas de diario. No mucho tiempo después, el Japón de Kuroshima y de muchos otros estallaría literalmente por los aires.
Para saber más:
Kuroshima, Denji, Una bandada de cuervos, Madrid, Ardicia, 2014.
Heather Bowen-Struyk, Heather. “Proletarian Arts in East Asia” en Positions: east asia cultures critique, V. 14, Nº 2, 2006, pp. 251-278.
Heather Bowen-Struyk, Heather, “W(h)ither the Nation in Japanese Proletarian Literature? Imagining an International Proletariat” en Positions: east asia cultures critique, V. 14, Nº 2, 2006, pp. 373-404.
Notas:
[1] Nos referimos con esto a autores tradicionales de la talla de Murasaki Shikubu, Shei Shônagon, Matsuo Bashô, a grandes nombres de la literatura de la apertura, como Natusme Sôseki, Mori Ôgai, Junichirô Tanizaki, y a otros más recientes como Yukio Mishima, o los contemporáneos Haruki Murakami o Banana Yoshimoto.
[2] Kuroshima, Denji, Una bandada de cuervos, Madrid, Ardicia, 2014, p. 25.
[3] Ibíd, p. 53.
[4] Como los protagonistas de sus relatos, Kuroshima fue enviado a Siberia durante la ocupación japonesa; antes de eso, había trabajado también en una fábrica de soja, uno de las principales industrias de la región.
[5] Sin embargo, advierte Cipris en el prólogo que en aquellos años, y a pesar del creciente reconocimiento internacional, el ejército japonés estaba cada vez en mayor desprestigio entre los nipones, y que incluso el matrimonio con un militar había dejado de ser considerado un buen partido.
[6] Ibíd, p. 26.
[7] Ibíd, p. 45.
[8] Ibíd, p. 45.
[9] Ibíd, p. 27.
[10] Zeljko Cipis en Ibíd, p. 17.
[11] Takiji Kobayashi fue otro de los grandes escritores de la literatura proletaria japonesa, que murió a los 29 años tras una paliza de la Tokko, la fuerza policial destinada a investigar y reprimir las ideologías peligrosas para el régimen imperial.
[12] No debemos olvidarnos de cómo el sexo y el amor son uno de los temas subyacentes en la obra de Kuroshima, tratados justamente en la manera que ya describió Antonio Cabezas: “La época bélica, que puede contarse a partir del año 1931, infundió a la actividad sexual un elemento de urgencia, tristeza y soledad infinitas.” (Cabezas, Antonio. La literatura japonesa. Madrid, Hiperión, 1990. p. 175.).