El 14 de junio arrancaba en Barcelona una exposición que atendía a un aspecto que tuvo una gran influencia en el arte occidental (también en el español) de finales del siglo XIX y comienzos del XX, inaudito hasta el momento en centros expositivos nacionales. Hablamos de Japonismo, la fascinación por el arte japonés. Una muestra en la que se trata la influencia que el descubrimiento del arte japonés ejerció sobre Occidente, comisariada por Ricard Bru i Turull, uno de los máximos expertos en japonismo con los que contamos en España. La muestra la organizaba CaixaForum y permaneció en su centro de Barcelona hasta el 15 de septiembre. Sin embargo, todavía puede verse, esta vez en el centro CaixaForum Madrid (donde lleva desde el 16 de octubre), hasta el 16 de febrero. Nosotros ya la hemos visto, y desde estas líneas, vamos a hacer todo lo posible para convencerles de que no se la pierdan.
Japonismo nos cuenta una historia, la historia del contacto entre Japón y Occidente, entre Japón y España, entre Japón y Cataluña. Por eso, no empieza en la segunda mitad del siglo XIX, sino que acoge al visitante con una introducción: pintorescos ejemplos del periodo Namban, aquel en el que los españoles y portugueses tuvieron un fluido contacto comercial con Japón, allá en los siglos XVI y XVII. Así, nos avisa de que el japonismo no es un episodio único y aislado, sino que los contactos han ocurrido a lo largo de la historia, llegando hasta el siglo XIX, auténtico protagonista de la exposición.
Y después de esta introducción, entramos en materia.
El japonismo fue un fenómeno que se desarrolló en toda Europa, con epicentro en París, a partir de la década de 1860, conforme Japón era forzado a abrir sus puertas. Desde la que en aquel momento era la capital del arte occidental comenzó a desarrollarse un interés por el estudio de las obras que provenían de aquel lejano y exótico país que de golpe había aparecido.
Las influencias que ejerció el arte japonés en el occidental abarcan un amplio espectro yendo desde lo más superficial, los elementos representados, hasta lo más profundo, la forma de concebir la obra de arte y su construcción estética y formal. De todo esto hay ejemplos en la sala que recoge el Japonismo en Europa (y muy buenos, por cierto), desde Alfred Stevens, y su Parisina Japonesa, en la que Japón se aparece en el kimono, moda rápidamente adoptada por las burguesas de la época a modo de batas domésticas; hasta Toulouse Lautrec y sus carteles Le Divan Japonais y Jane Avril, en los que muestra la noche parisina en estrecha relación con el ukiyo-e o grabado japonés (tintas planas, perspectivas muy profundas que poco tienen que ver con el método occidental…).
España no se libró en absoluto de esta influencia japonesa. Para ejemplificarlo vemos algunas obras de pintores como Madrazo o Masriera, en la misma línea del antes mencionado Stevens: pinturas al óleo, de ejecución tradicional, en las que está presente ese japonismo superficial del que hablábamos hace un momento (y ojo, jamás considerando el término superficial de manera despectiva). Un consejo, si van, piérdanse durante horas en los detalles de Después del baile, de Francesc Masriera. O con Juegos Orientales, de José Villegas.
No obstante, todo esto puede generar una duda en el visitante: “pero, ¿cómo llegaba toda esa influencia a Europa? ¿Cómo logró hacerse tan poderosa la atracción por el arte japonés hasta llegar a impregnar el arte occidental de la manera en que lo hizo?” (Y, a estas alturas de la exposición, ya no hay nadie que pueda negarlo). Para responder a esta cuestión, solo hay que seguir caminando…
Porque la siguiente sala la protagoniza el coleccionismo, un muestreo de las piezas que se coleccionaban en el siglo XIX, sacado mayoritariamente de los vestigios conservados de las colecciones de la burguesía catalana: una de las piezas estrella de la exposición es el Buda que perteneció a la familia Masriera, estratégicamente situado para captar la atención del espectador.
A su alrededor se disponen una armadura, un kimono, libros y grabados, muchos de ellos de gran calidad. Puede verse, por ejemplo, El puente Ôhashi en Atake bajo una lluvia repentina, de Hiroshige (uno de los muchos que imitó Van Gogh).
Íntimamente relacionada con el coleccionismo, encontramos una sección dedicada a las influencias japonistas que se dieron en las artes menores y artesanías: mobiliario, bocetos de vidrieras…
Y casi sin darnos cuenta, en este momento del recorrido, hemos asistido al nacimiento del modernismo catalán, de la mano de Alexandre de Riquer y su Composición con ninfa alada ante la salida del sol. Con esta obra, también, alcanzamos una fecha clave para Barcelona (no olvidemos que fue la primera sede de la exposición que tratamos): 1888, el año de la Exposición Universal, que estrechó los lazos entre catalanes y japoneses tanto a nivel artístico como a nivel comercial.
Después de ver algunos de los frutos que dio esta Exposición Universal a nivel artístico, podemos sumergirnos en el modernismo. Con mención especial, de nuevo, a Alexandre de Riquer por otra de las piezas estrella de la colección: los Crisantemos que han sido usados como una de las imágenes promocionales de la muestra.
En nuestros últimos pasos por la exposición se condensan la modernidad, Els Quatre Gats, Ramón Casas, la publicidad (saldrá con ganas de fumar cigarrillos París, son los mejores), Balenciaga, las artes escénicas, Anglada Camarasa, el cine (Les Ki-ri-ki acrobates japonais, de Segundo de Chomón, se proyectaba ininterrumpidamente en uno de los muros de la muestra, pueden verlo también aquí abajo), Dalí, Miró, prensa, revistas… Nosotros tuvimos ocasión de verla en Barcelona, pero sabemos que en Madrid se ha incorporado una pieza de primera fila, Los hijos del pintor en el salón japonés, de Mariano Fortuny.
Vayan a verla, no se arrepentirán. Solo tienen hasta el 16 de febrero. No digan que desde Ecos de Asia no se lo hemos avisado.