Reflexionábamos hace poco sobre las formas que en Occidente habíamos tenido de entablar conocimiento con Asia, para concluir con que nos encontramos en un momento dulce, en el que la información y asimilación de otras culturas (con sus más y sus menos) llega sin que tengamos que buscarlo activamente. De entre las muchas manifestaciones culturales que estimulan este conocimiento (algunas de las cuales ya solemos tratar, tanto de manera habitual como esporádica, en Ecos de Asia) comenzamos, con este artículo, una serie centrada en la animación como vehículo de conocimiento.[1]
El caso con el que inauguramos esta serie de artículos es una producción española, Las tres mellizas. Creada por Roser Capdevilla en 1983, en origen se trataba de una colección de cuentos infantiles inspirados en la infancia de sus tres hijas (nacidas en 1969), a los que dos años después se añadiría el personaje de la Bruja Aburrida.
Desde el momento de su publicación alcanzaron un gran éxito, de modo que en 1994 surgió la serie animada, de la mano de Televisió de Catalunya y la productora Cromosoma S. A. Lo que en un primer momento iba a ser un proyecto limitado y relativamente pequeño, rápidamente comenzó a crecer a la par que su popularidad, y así pronto la serie alcanzó los 104 capítulos, convirtiéndose en una de las más largas de la animación europea.
El planteamiento de cada episodio es similar: al comienzo, las tres hermanas Ana, Elena y Teresa aparecen en situaciones cotidianas, en casa o en la escuela, donde en un determinado momento realizan alguna travesura (siempre de manera bienintencionada o accidental, en cualquier caso, carente de maldad). En ese momento, aparece la temible pero entrañable Bruja Aburrida para regañarlas, lo cual siempre termina con un castigo ejemplar: las trillizas son enviadas a un cuento popular, en el que tendrán que tomar parte en la historia para conseguir que se resuelva con un final feliz. Aunque la Bruja les envía para ponerles en un apuro, de cada cuento las niñas obtienen además una lección vital.
A lo largo de los 104 capítulos de la serie animada, las mellizas visitaron los cuentos tradicionales más populares, pero también otro tipo de historias que integraban a los niños en la cultura general de nuestro tiempo, de forma que conseguían de una manera muy sutil un fuerte componente didáctico y educativo. A este respecto, cabe destacar episodios como el de Agatha Christie,[2] Tristán e Isolda,[3] el hombre de Mayapán[4] o las adaptaciones de grandes clásicos de la literatura (como Romeo y Julieta, Oliver Twist o La vuelta al mundo en 80 días), que escapan del espectro de “cuentos tradicionales” pero tienen un papel y una presencia similar en el imaginario popular. La ruptura se produjo, mayoritariamente, a partir del episodio 40, un momento en el que la literatura universal y la propia Historia (a través de personajes reales, como Leonardo Da Vinci, Velázquez, Cleopatra o Watt –el inventor de la máquina de vapor–) comenzaron a cobrar un mayor peso junto a los cuentos habituales.[5]
Este afán didáctico, que la creadora de la serie supo introducir de una manera amena y atractiva para la infancia (cosa que resulta muy complicada),[6] estuvo marcado además por una notable huida del eurocentrismo. Obviamente, la tradición europea tenía un peso cuantitativamente mayor, por ser la más cercana y reconocible para los niños. Sin embargo, existió una voluntad manifiesta de incluir también referencias culturales de otras regiones geográficas. La historia del hombre de Mayapán que citábamos anteriormente es un buen ejemplo de ello, pero también Asia tuvo una importancia destacada.[7]
Cuentos de Las mil y una noches.
Los episodios de Las tres mellizas que tienen su origen en cuentos de Las mil y una noches son tres, y se concentran entre los primeros 24 de la serie. Las historias escogidas son (por orden): Alí Babá y los cuarenta ladrones (4º), Aladino y la lámpara maravillosa (15º) y El ladrón de Bagdad (24º).[8]
En el caso de Aladino…, resulta muy curioso constatar cómo se alejan de la imagen que la película de Disney (Aladdin, 1992) había instaurado prácticamente como canónica. Lógicamente, en ello tenía que ver la férrea política de la productora respecto a posibles plagios, pero más allá de eso, tampoco se intentó realizar una aproximación dentro de los límites de la legalidad, sino que se dejó por completo de lado esa estética para buscar una nueva, en cierta medida menos fantasiosa.
También es significativo que se incluyan (y con tan poca distancia) dos historias paralelas: la de Aladino y la del Ladrón de Bagdad, que en muchas ocasiones se han mezclado, alternado o utilizado sin realizar distinciones. Aunque en ambas un protagonista humilde se enamora de una princesa y busca casarse con ella, para la de Aladino es fundamental el componente mágico, en forma de genio de la lámpara, a través del cual el protagonista finalmente logra su objetivo. En el caso de la segunda, sin embargo, es el protagonista quien, por sus propios medios, obtiene la mano de la princesa (haciéndose pasar por un príncipe, en primer lugar, y obsequiando a la princesa con el mejor de los presentes, que él mismo ha ido a buscar).
En El ladrón de Bagdad, además de una estética arabesca siguiendo la línea que habían trazado sus predecesoras, llama la atención la caracterización de los príncipes rivales del protagonista: uno es árabe, representado de manera similar a la de los sultanes, otro es indio y el tercero es un noble chino.[9]
La India.
La India fue prácticamente el último destino asiático al que la Bruja Aburrida envió a las tres mellizas.[10] En el episodio 54, después de un infructuoso y muy naif intento de espiar a la Bruja, ésta consideró que el castigo adecuado era trasladar a las niñas al relato Kim, de Rudyard Kipling.[11] En él se da protagonismo al componente de intriga y espionaje de la historia, pero poco tiene que ver con la narración original. Concretamente, se relacionan los conceptos del personaje de Kim con el espionaje (algo que también subraya el entusiasmo al respecto de la Bruja Aburrida, quien en esta ocasión desconoce por completo los tejemanejes de los enemigos de las mellizas), pero la trama se altera por completo en la adaptación animada, incorporando una crítica social que busca concienciar a los niños sobre la explotación infantil en algunas zonas de Asia.[12]
Sudeste Asiático.
La historia que traslada a las trillizas a los mares de Asia por primera vez, en la segunda etapa de la serie (aquella con referencias más cultas) es la de las novelas de Emilio Salgari: Sandokán. Dibujando un personaje más tranquilo y menos carismático que en la serie televisiva, Sandokán se descubre como un marino vago, cobarde y algo patoso, una figura absolutamente antitética del original.
China.
Dos son las historias en las que aparece China a lo largo de la serie: el capítulo 18, titulado El dragón rojo, y el 51, dedicado a la figura de Marco Polo. Resulta llamativo que en el primero, perteneciente a la primera etapa de la serie, no se haga alusión a una historia concreta, sino más bien a toda una mitología, la de los dragones chinos (aunque su aspecto difiera mucho del que presentan en las iconografías orientales); mientras que el segundo, de la etapa más avanzada, está protagonizado por un personaje histórico célebre, pero tampoco hace referencia a la tradición china.
La Bruja Aburrida parte de vacaciones a China, y las niñas se aburren sin ella. Después de hacer mil trastadas tratando de llamar su atención sin éxito, las chicas empiezan a rememorar “aquella vez en la que la Bruja nos envió a China”, y todo el episodio se convierte en un flashback a dicha ocasión. Con una estructura narrativa atrevida (para tratarse de una serie infantil) las niñas titubean en el argumento, dudan de algunos pasajes, y en general la mecánica presenta algunas variaciones respecto al funcionamiento habitual.
Marco Polo comienza con las mellizas entretenidas ante un restaurante chino, deseosas de probar sus manjares. Se han entretenido y llegan tarde a casa de su abuela, que está preocupada, así que la Bruja Aburrida toma cartas en el asunto. Tras una lección de gastronomía china (en torno al término noodles y a la procedencia de los espaguetis), las trillizas aterrizan en el barco de Marco Polo, que se está preparando para zarpar de Venecia. Al tener como protagonista al viajero y comerciante, buena parte del capítulo se centra precisamente en el largo trayecto, y no es hasta mitad del episodio que conocemos al Gran Kan. Se trata del segundo viaje que realiza Marco Polo, puesto que ya existe una amistad previa entre ellos. La estancia de las mellizas en China se centra en contemplar los prodigiosos logros orientales: la Gran Muralla, la pólvora o la propia pasta. Resulta una asociación de conceptos un tanto simplista (especialmente, teniendo en cuenta el tono de la serie) pero no por ello menos efectiva.
Japón.
Hemos dejado, deliberadamente, la presencia nipona para el final, ya que se trata del ejercicio más interesante de todos los aquí expuestos. El episodio 16 (de la primera etapa de la serie, y por tanto, planificado desde el primer momento y no fruto de una posible improvisación) se dedicó a una historia japonesa: Los siete samuráis. Una obra que se convirtió en pilar fundamental de la cinematografía tanto nipona como mundial, y que ha servido de referente para Occidente.[13] Aunque se realizan ciertas concesiones respecto a la historia original de Kurosawa, no deja de ser llamativa y reseñable esta voluntad de mostrar de este modo el Japón tradicional a los niños, recurriendo a la vez a una ambientación japonesa y a una referencia moderna. No es de extrañar que los creadores se decantasen por la película nipona, ya que otra de las enseñanzas subyacentes a lo largo de la serie (tan sutiles y discretas como, en general, todo su espíritu didáctico) tiene a la Historia del Cine como protagonista: tanto a través de arcos argumentales como de pequeños guiños (como la alusión al final de Casablanca, que se proyecta en un televisor durante una trastada de las mellizas) pretende inculcarse en los niños una predisposición favorable hacia el cine en general, y hacia el cine clásico en particular, tratando de contrarrestar el rechazo al blanco y negro que muchos niños suelen tener al principio de su educación cinéfila.
Adelantábamos que Las tres mellizas huía del eurocentrismo, y sin embargo, a lo largo de 104 episodios, tan solo dedicó ocho a Asia, una cifra parecida o incluso menor a América y más escasa todavía para África. No obstante, aunque la proporción es pequeña y está muy influenciada por la perspectiva occidental (recurriendo a autores occidentales o a historias que, aunque procedan de otras latitudes, están muy asentadas en la cultura occidental), dichos episodios resultan un complemento muy apropiado para sumergir a los niños en una educación multicultural. Y aunque se sigue la estela de otras series animadas con un fuerte contenido didáctico (las sagas de Érase una vez, sin ir más lejos), el tono empleado, así como el propio planteamiento de cada episodio, se alejan mucho de la etiqueta educativa que, en numerosas ocasiones, pierde de vista la función de entretener enseñando y se centra en enseñar, a toda costa. No es ése el caso, y Las tres mellizas realiza aproximaciones correctas, justificadas y fáciles de asimilar para su público objetivo.
Notas:
[1] Esta serie que introducimos aquí no espera ser absolutamente regular, sino que aparecerá de manera recurrente. Tampoco pretende seguir un esquema ordenado y articulado en el que se analicen todas aquellas obras que encajen en el planteamiento aquí expuesto, sino que cada texto se centrará en un ejemplo o en un aspecto destacable, sin orden cronológico o geográfico. Su único nexo será, por tanto, la temática.
[2] En el que las mellizas conocían a la prolífica escritora de novelas de misterio, cuya vida e inspiración han resultado tan fascinantes como sus propias obras.
[3] Inspirado en la famosa ópera wagneriana.
[4] En el que las niñas viajaban al periodo postclásico maya.
[5] Merece la pena destacar también cómo a partir de este momento se incrementa la referencia a historias locales de la tradición catalana. En la primera etapa de la serie, había aparecido San Jorge (la leyenda de Sant Jordi y el dragón goza de gran popularidad en Cataluña, especialmente en Barcelona), pero resultaba muy universal. A partir de esta segunda etapa, cuyo inicio se podría encontrar a partir del capítulo 25, se vuelven más frecuentes localismos, como la Cueva de Xoroi o la rondalla de La flor romanial, además de un episodio doble (el único de estas características en toda la serie) dedicado a Gaudí.
[6] Las claves de este logro son, por una parte, la construcción de historias con un ritmo adecuado al público objetivo (párvulos y niños de entre 5 y 10 años), pero también, y más allá de eso, la capacidad de Roser Capdevilla y de todo el equipo creativo para establecer una comunicación con la infancia empleando un lenguaje próximo, que los más pequeños pudieran entender, pero sin caer en simplificaciones innecesarias. Comprendían a la perfección el nivel de complejidad que los niños pueden ser capaces de asimilar, y a partir de eso, adaptaron las historias que querían contar, evitando explicaciones aburridas y tonos paternalistas o condescendientes de los que muchas veces pecan otras series dirigidas al mismo target.
[7] De hecho, la presencia de historias sobre Asia o relacionadas con culturas asiáticas es sorprendentemente mayor que la de historias americanas, ya que la afinidad lingüística con América Central y del Sur, y cultural con la del Norte, parecían predisponer a un mayor protagonismo.
[8] Las dos primeras no se encontraban en las primeras compilaciones de Las mil y una noches, fueron añadidos que datan del siglo XVIII. Sin embargo, desde una perspectiva actual, pertenecen indiscutiblemente a los cuentos de Las mil y una noches.
[9] La Bruja Aburrida se refiere a uno de ellos como “príncipe de Mongolia”, en un momento en el que aparecen ambos. Sin embargo, el aspecto del segundo príncipe, así como el regalo que va a buscar para intentar conseguir a la princesa (el ojo de una escultura –una diosa con múltiples brazos–, ubicada en mitad de la selva, que supuestamente deja ver el futuro) hacen pensar en su procedencia india. De este modo, el “príncipe de Mongolia” sería el de aspecto chino, relacionándose con un periodo de la historia china en el que reinaba la dinastía Yuan, que había sido instituida por el mongol Kublai Kan.
[10] Después vendría una aventura en el Everest.
[11] Si bien no es de las obras más conocidas del autor (y ciertamente resulta sorprendente que tanto Ana como Teresa reconozcan con tal facilidad esta historia), tampoco es una cita excesivamente erudita, gracias a la película de 1950 protagonizada por Errol Flynn (y por tanto, título destacado para cualquier cinéfilo interesado en Oriente). En cualquier caso, resulta una elección un tanto extraña, existiendo otras historias ambientadas en India más populares.
[12] Aunque esto se realiza midiendo la crudeza del mensaje, para que no resulte una enseñanza traumática para los niños, hay un interés en subrayar las diferencias entre los países civilizados y los menos desarrollados, para que los espectadores puedan por sí solos discernir entre el bien y el mal y, aunque en todo momento las trillizas guían y conducen esta reflexión, es el niño quien, por sus propios medios, aprehende la situación y la lección moral que se desprende.
[13] A destacar, por más evidentes, sus más famosas adaptaciones cinematográficas en Occidente: Los Siete Magníficos (John Sturges, 1960) y Bichos, una aventura en miniatura (John Lasseter y Andrew Stanton, 1998).