Llegados estos meses de invierno, en los que la nieve suele cubrir de un manto blanco muchos de los lugares montañosos más bellos de España, tenemos que reflexionar sobre la relación tan estrecha que tienen los japoneses con su naturaleza, la cual se ha reflejado siempre en ciertos valores como el religioso, el histórico o el artístico como es el caso. Un alfarero británico del siglo pasado llamado Bernard Leach (quien se influenció directamente del arte japonés), resume mejor que nadie esta idea:
Los artistas de occidente siempre han colocado al hombre en primer término, desde los tiempos de los egipcios y de los griegos. Los orientales han dado al hombre una importancia menor, colocándolo en un segundo plano. Recordemos a Miguel Ángel y Rembrandt en contraste con Sesshu y Mokkei, como ejemplos”…. “Creo que es cierto afirmar que en occidente el interés del hombre por la naturaleza es más bien por la naturaleza humana sobre todo, y en oriente el concepto de naturaleza es más inclusivo; en general; la vida del oriental está más cerca de la naturaleza…[1]
Los hombres y mujeres de Japón han ofrecido, a lo largo de toda su historia, un culto devocional a muchos de los elementos de esta naturaleza, ya fuesen animales, flores, cataratas, montañas o lagos, donde el monte Fuji aparece reflejado en numerosas ocasiones. Como dice Daisetsu Suzuki, “El amor de los japoneses a la naturaleza se debe a la presencia del monte Fuji en el centro de la principal isla de Japón”.[2] Este culto no deja de tener también una relación directa en cómo es el país desde el punto de vista geográfico. Hay que recordar que Japón no deja de ser un archipiélago rodeado de agua, con numerosas islas de origen volcánico, un sinfín de cumbres montañosas en su interior y enormes valles surcados por ríos.
Son miles las leyendas y peculiaridades que han rodeado al Fuji a lo largo de su historia. Su nombre está compuesto por varios ideogramas: Fu (富), Ji (寺) y San (山), que significan riqueza, samurái y montaña respectivamente. El Fuji también recibe el nombre de “la montaña de la vida eterna”, el cual proviene de la famosa leyenda japonesa titulada El Cortador de bambú.
Desde el punto de vista artístico, la representación de la montaña sagrada japonesa ha sido siempre muy importante. Numerosos son los poetas y los haikus que han dedicado sus versos a este símbolo japonés, aunque lo más conocido en Occidente sin duda es su representación en grabados ukiyo-e, donde destacan fundamentalmente algunas series de ilustraciones de los dos artistas más importantes del siglo XIX que hubo en este ámbito: Katsushika Hokusai y Ando Hiroshige. Su representación aparece claramente en otros formatos pictóricos como rollos ilustrados (e-maki monogatari), biombos, en todo tipo de objetos de cerámica (vasos de té, platos, etc.), aunque fue en la estampa donde la imagen del Fuji cobró una mayor popularidad. Hay que destacar que la representación más antigua en la que aparece el Monte Fuji hallada hasta la fecha es un dibujo en papel que se encontró en una puerta corredera del siglo XI, aproximadamente.[3]
De los dos destacados ilustradores ukiyo-e que hemos mencionado anteriormente, Katsushika Hokusai realizó dos series importantes en relación al Fuji. La primera sería Treinta y seis vistas del Monte Fuji, realizada en torno a los años 1831 y 1833. Hokusai es considerado el artista más destacado en cuanto a la representación de la naturaleza japonesa, habilidad que quedo de manifiesto en esta serie de grabados.
Esta serie retrata al monte Fuji desde un gran abanico de perspectivas alrededor de la montaña, mostrando esa idea de ser un símbolo muy importante para todo Japón. La serie está compuesta por cuarenta y seis xilografías (treinta y seis en un inicio y diez que se incluyeron posteriormente debido al éxito que tuvo).
La obsesión que Hokusai sentía por la representación de esta montaña tenía mucho que ver con sus creencias religiosas, ya que en vida fue miembro de la orden budista de Nichiren (donde se piensa que todas las personas tienen innata la naturaleza de Buda dentro de sus vidas y por lo tanto son intrínsecamente capaz de alcanzar iluminación en su forma actual), muy en relación con el sentido de inmortalidad que se le da al Fuji respecto a la leyenda de La princesa Kaguya y el cortador de bambú. Este es un cuento folclórico del siglo X que narra la historia de una pareja de ancianos que no podía tener hijos. El anciano, cortando bambú un día, encontró a una niña dentro de un tronco, la princesa Kaguya, quien provenía de la luna.
Aunque es la más popular, esta no es la única serie dedicada a la “montaña sagrada”, sino que Hokusai realizó otras dos: El Fuji en Primavera, fechada en el año 1803 (una de las primeras series que llevo a cabo como grabador), y Cien vistas del Monte Fuji, hecha entre 1834 y 1835.
El otro gran artista del ukiyo-e, Ando Hiroshige (mejor conocido como Utagawa Hiroshige), fue el otro gran paisajista japonés del siglo XIX. En este caso quizá la vinculación con el monte Fuji puede percibirse como menos importante, aunque las series que realizó son igual de destacadas. La montaña inmortal aparece representada en alguna de sus grandes series de grabados como en Cincuenta y tres etapas de Tôkaidô (realizada entre 1832 y 1834) o las Cien famosas vistas de Edo (entre 1856 y 1858).
Aunque como Hokusai, Hiroshige también realizó varias series dedicadas a la montaña, en este caso dos series de Treinta y seis vistas del Monte Fuji, reflejada otra vez desde las más variadas perspectivas y condiciones climáticas (al igual que Hokusai). En este caso, la primera serie está realizada en el año 1852 mientras que la segunda es del año 1858. La diferencia entre ambas es que la primera se realizó en un formato horizontal, mientras que en la segunda Hiroshige aposto por un formato vertical.
La representación del monte Fuji también apareció en otros artistas ukiyo-e como Utagawa Kuniyoshi, perteneciente también a la escuela Utagawa, como lo era Hiroshige (de ahí ese sobrenombre ya que en realidad se llamaba Yoshisaburo). La representación del paisaje en este ilustrador no llego al nivel de reconocimiento que el de los anteriores artistas, aunque no tiene nada que envidiarles. Sí bien es verdad que Kuniyoshi empezó con la representación de guerreros, héroes y actores (quizá lo más característico de su obra), las representaciones de la naturaleza (y del monte Fuji) tuvieron cabida a lo largo de unos pocos años en su vida artística que se concentran a finales de la década de 1840 y principios de la década siguiente, donde volvió rápidamente a la representación de los actores. Quizá una de vistas más importantes del Fuji, dentro de la obra de Kuniyoshi se encontraría dentro de su serie Cincuenta y tres estaciones del Tôkaidô con un título ya utilizado por otros grabadores. La ruta del Tôkaidô fue importante en aquellos momentos porque era una de las cinco rutas de Edo que conectaba, como principal arteria, con el resto del archipiélago japonés.
Claramente la representación de la naturaleza en la pintura japonesa llego a su momento álgido en el siglo XIX con estos artistas dentro del estilo ukiyo-e. A partir del siglo XX, la representación tanto del paisaje como del monte Fuji se hace quizá menos habitual, aunque sigue habiendo artistas que le dedican a la montaña inmortal algunas vistas o pequeñas series. Uno de los más conocidos a nivel mundial es Yokoyama Taikan, uno de los máximos exponentes del estilo pictórico Nihonga (realizado tanto el estilo como las técnicas tradicionales) y que dedicó varias vistas al Fuji.
Otros artistas con obras dedicadas a esta temática (por mencionar algunos) serían Wada Eisaku, con Monte Fuji al amanecer o Yokoyama Misao con El Monte Fuji con la nueva nieve o El Fuji rojo.
Como se puede ver, la magnífica estampa que supone contemplar el monte Fuji es tan importante para el carácter del japonés que no solo se representó numerosas veces en pintura, sino que incluso alguno de los grandes poetas le dedicaron algunos versos, como este del gran Matsuo Bashô:[4]
Kiri shigure Bruma de otoño, llueve
Fuji o minu hi zo La vista hoy sin el Fuji
Omoshiroki es más curiosa.
Para saber más
Daisetsu Teitaro, Suzuki., El Zen y la cultura japonesa, Barcelona, Paidós Internacional, 1996.
Hiroshige, Utagawa., Cien famosas vistas de Edo: Textos de Melanie Trede, Koln, Ota Memorial Museum of Art, Taschen, 2010.
Notas.
[1] García Gutiérrez, Fernando., Japón y Occidente. Influencias reciprocas, Sevilla, Ediciones Guadalquivir, 1990, capítulo: “Características generales del arte japonés y sus interrelaciones con el arte de Occidente”, p.17.
[2] Daisetzu, Suzuki., El zen y la cultura japonesa, Barcelona, Paidós, 1996, p. 220.
[3] Sanada, Kunido.“Le Mont Fuji dans les arts”. Nipponia, Número 30, 15 de diciembre, 2005.
[4] Bashô, Matsuo., Por sendas de montaña, Trad. Fernando Rodríguez-Izquierdo y Gavala, Satori, p.20 y 21.