Hace unas semanas, la editorial Satori lanzaba una pequeña y cuidada edición -acompañada de un prólogo de Yayoi Kawamura y de un epílogo de Javier de Esteban Baquedano- de El Elogio de la sombra, de Junichiro Tanizaki (Tokio, 1886-1965), obra ya clásica de la estética japonesa y que para muchos ha constituido, especialmente durante este últimas décadas, una más que efectiva forma de adentrarse en la cultura nipona.
Tanizaki, protagonista indiscutible de la literatura japonesa de mediados del siglo XX, escribió este breve ensayo en 1933, luego de una serie de novelas y cuentos cortos de aire decadentista. Tras el Gran Terremoto de Kanto de 1923, se trasladó de Tokio a Kioto, donde redescubrió el Japón tradicional y se desencantó, casi por completo, de su antiguo afán por la modernidad occidentalista. Al respecto, y desarrollando algunas ideas que ya había manifestado en su novela Algunos prefieren las ortigas (1929), escribió este peculiar ensayo, en el que contrapone las ideas estéticas occidentales y japonesas.
El elogio o raisen -como advierte Baquedano en el epílogo- es un género típicamente japonés, que Tanizaki y algunos de sus contemporáneos despojaron del tono religioso y budista para convertirlo en una expresión de la modernidad cultural y estética. En este sentido, El Elogio de la sombra funciona como un peculiar libro de estética, basado en la misma idea de la comparativa y choque de culturas que ya usase, en una situación análoga, el jesuita Luis Frois, pues se aleja del tratado al uso en tanto que se fundamenta en las muy particulares opiniones y experiencias de su autor, dejando percibir buena parte de su humor característico.
Con un tono cercano al manifiesto artístico,y resumiéndolo en pocas palabras, Tanizaki propone la idea de que los occidentales se ven fascinados por lo claro, luminoso y brillante, mientras que los japoneses (y como advierte, los chinos y otros pueblos influidos por la estética budista) perciben las sombras y los efectos del tiempo y los elementos sobre los objetos como el verdadero componente de la belleza, entroncando con el concepto tradicional del wabi-sabi. Explica, por ejemplo, el gran horror que les producen a los japoneses -de los que se erige como portavoz- los restaurantes y vestíbulos de hoteles sumamente iluminados o el reluciente instrumental médico, además de otros elemento más mundanos como los baldosines de cerámica a utilizar junto a los retretes, que de acuerdo al autor violentan la verdadera naturaleza -y ritual- del uso del cuarto de baño en Japón.
De manera simpática, pero asombrosamente reaccionaria, el Tanizaki de este ensayo parece haber sido deslumbrado por aquellas mismas luces de la ciudad que inspiraban y acompañaban sus relatos más occidentalizantes de la década previa, en cierta consonancia con el tono neotradicionalista del momento. A través de diferentes ejemplos, como los tokonomas, la cerámica, la luz de las lámparas, el vestuario teatral, el maquillaje femenino e incluso, la piel humana, Tanizaki se dedica a enaltecer la belleza de las sombras en diferentes aspectos, recalcando cómo en Japón estas no poseen en absoluto una connotación negativa.
En definitiva, gracias a esta edición -que es, además, la primera traducción directa del japonés al español-[1] podemos adentrarnos de manera amena, breve y concisa (especialmente recomendable a aquellos que se adentran por primera vez en el universo cultural nipón), en un universo estético tradicional al que cada vez le cuesta más sobrevivir entre el luminoso y deslumbrante Japón moderno.
Notas:
[1] A pesar de su gran fortuna, la obra ha conocido únicamente tardías y limitadas traducciones, a menudo indirectas. Traducida por primera vez al inglés en 1977, apareció ese mismo año en francés y árabe. La primera edición en español de la obra no aparecería hasta 1994, de mano de la editorial Siruela, siendo reeditada en varias ocasiones. Además, ha sido traducida al alemán, italiano, holandés, mandarín y tailandés.