Aunque a muchos les cueste creerlo, Aragón y Asia han estado mucho más unidas a lo largo de la Historia de lo que solemos pararnos a pensar. Si bien durante las edades antigua y media el intercambio era reducido, no podemos olvidarnos de cómo la antigua Zaragoza, la Caesaragusta romana, era un importante puerto fluvial además de capital de convento jurídico, por lo que recibía productos, y ocasionalmente, personas, de toda la extensión del Imperio Romano, que abarcaba la parte más cercana del continente asiático. O tampoco podemos olvidarnos de cómo, si bien los contactos con Oriente era mucho más reducidos, la Corona de Aragón y sus posesiones, quedaron al frente del mismo con los ducados de Atenas y Neopatria.
Pero no nos vayamos tan lejos. Durante la Edad Moderna, esa era de los descubrimientos que llevó a la exploración y la colonización de las Américas y de muchos puntos de África y Asia, la Corona de Aragón fue perdiendo importancia geopolítica, y fue la Corona de Castilla la que, por lo general, se encargó de explorar, de describir, estos lejanos territorios. Zaragoza, como capital del Reino de Aragón y una de las sedes reales de los diferentes monarcas de la Corona de Aragón, mantuvo sin embargo su importancia dentro de lo que sería el futuro reino de España, y como tal mereció algunas egregias visitas, como la de los cuatro jóvenes japoneses (aquella embajada Tenshô, de la que ya nos ocupamos) que en su periplo europeo de 1582 – cuando en sol no se ponía en nuestro Imperio – incluyeron Zaragoza en su lista de ciudades visitadas. En el siglo siguiente, el célebre padre y misionero Pedro Cubero Sebastián, de origen y formación aragonesa, marcharía a su famosa Peregrinación del mundo – título del libro que en 1682 publicó con sus aventuras -, visitando lugares tan alejados como Armenia, Persia, Arabia, India, Ceilán, Bengala, Malaca, las Filipinas o las Molucas.
A pesar de que en este periodo los intercambios personales con Oriente eran bastante escasos, no eran los intercambios de ideas, llegando muchas de ellas a convertirse en elementos bien afianzados de nuestra tradición: por ejemplo, en la comparsa zaragozana de gigantes y cabezudos hubo desde época barroca un engalanado gigante turco, que en el siglo XIX se convirtió en chino. Pero el intercambio era recíproco, pues fue también en época barroca cuando en la sureña ciudad filipina ciudad de Zamboanga, se instauró el culto la Virgen del Pilar, desde aquel entonces patrona de la misma y protagonista indiscutible de la lucha contra los moros filipinos.[1]
El intercambio con Asia y con Oriente fue poco a poco instaurándose en la vida diaria de los aragoneses; por ejemplo, en la alimentación, todos recordamos como la pasta o el helado – alimentos primero aristócratas y luego burgueses que acabaron abarcando al final todos los segmentos de la población – son en realidad algunos de los elementos que Marco Polo trajo de sus viajes, pero pocos conocerán que la tradicional morcilla de arroz – en Aragón y en Castilla – fue en realidad una invención realizada en la isla filipina de Mindoro. En el campo del vestido, también de Filipinas, de Manila, vinieron aquellos célebres mantones que se volvieron una buscada prenda de moda, en un primer lugar por la clase más alta y que actualmente perviven en nuestros trajes regionales.[2]
El siglo XIX fue el de la definitiva entrada del lejano Oriente en los tejemanejes de los poderes europeos, y gracias también a la mejora de los medios de transporte, sería igualmente el siglo de los grandes viajeros, militares y diplomáticos, de los que Aragón también participaría: el aragonés Enrique de Otal y Ric sería durante la segunda mitad del siglo nuestro representante más importante, formando parte de la legación española en China, Annam y Siam, y reuniendo al mismo tiempo una curiosa colección artística.[3]
Pero mientras que Aragón iba a la China, el Japón venía hacia nosotros. Ya hemos hablado en numerosas ocasiones de cómo el final del siglo XIX y los principios del XX fueron el momento del japonismo, esa “atracción de la época, furia incontrolada que lo ha invadido todo” – en palabras de Adrian Debouché – y que, por supuesto, también invadió la capital aragonesa: entonces se podría leer Le Japon Artistique en su casino y algunas tiendas del centro – tal y como recordaba don Federico Torralba, el futuro abanderado del arte oriental en Aragón – ya vendían objetos chinos y japoneses. Pero el Japón nos llegaba también de maneras mucho más curiosas, tal y como sucede con la presencia de Raku, un japonés que viajó por España demostrando la superioridad de las artes marciales niponas ante cualquiera que dudase de ellas y que tuvo en Zaragoza una peculiar experiencia.[4]
No fueron estos los únicos motivos por los que los asiáticos llegaron a Aragón, pues ya en 1930 contamos con un japonés inscrito en los cursos de verano de Jaca – de los más antiguos que se realizaron en España-, iniciando una larga sucesión de asiáticos que desde aquel momento han llegado a la pirenaica ciudad con educativas intenciones; sin embargo, otros muchos llegaron a España lo por motivos mucho más desafortunados aunque idealistas, como los casi cien brigadistas chinos que desde varias partes mundo llegaron a luchar contra las tropas franquistas durante la Guerra Civil, combatiendo algunos de ellos en la Batalla del Ebro.
Afortunadamente, durante el resto del siglo XX se viviría una relación mucho más estrecha entre Aragón y Asia, como podremos ir recordando a lo largo de los diferentes artículos de este especial Asia-Aragón que desde Ecos de Asia hemos preparado para estas fechas tan señaladas.
Notas:
[1] De estos temas se ocupará, a lo largo de este especial, Marisa Peiró.
[2] Sobre el mantón de Manila tendrá ocasión de explayarse más adelante María Galindo.
[3] La presentación del personaje correrá a cargo de Carolina Plou.
[4] Experiencia que Ramón Vega tendrá ocasión de descubrirnos también en este especial.