Por más que el propio artista lo negara en repetidas ocasiones, cuando uno observa al desesperado personaje que se repite obsesivamente en los impactantes cuadros del japonés Tetsuya Ishida (1973-2005), no puede evitar pensarse que no son sino constantes autorretratos del pintor. Especialmente, cuando se coteja el ambiente opresivo de sus obras con la extraña y temprana muerte del autor, con apenas treinta y dos años, de la que siempre se ha sospechado que fue un suicidio.
Lo que ahora para muchos parece la crónica de una muerte anunciada, no causó el mismo impacto en el Japón de Ishida, sumido en un momento de crisis económica y transformación económica tan voraz que parece casi increíble que las autoridades japonesas (mediante el patrocinio de la Japan Foundation), en colaboración con las españolas, hayan decidido mostrarlo al gran público. Entre las fechas del 11 de abril y el 8 de septiembre, organizada por el Museo Centro Nacional de Arte Reina Sofía, en el Palacio de Velázquez del Parque del Retiro de Madrid, ha tenido lugar una gran retrospectiva sobre el artista Tetsuya Ishida, muestra de carácter gratuito que ha llevado a miles de visitantes a conocer la obra del japonés. Bajo el sugerente título “Autorretrato de Otro” (que, precisamente, ironiza sobre la negación del artista con la que iniciábamos nuestro artículo), esta muestra se convierte, además, en la primera gran retrospectiva que se realiza sobre el artista fuera de su país, con setenta obras de diferentes formatos, fechadas entre 1996 y 2004, unos meses antes de la muerte del autor.
Prácticamente desconocido en el momento de su muerte, hay diversidad de versiones sobre la vida del autor. La mayoría coinciden en indicar que nace en Yaizu (Prefectura de Shizouka), hijo de un parlamentario japonés, y que estudia Diseño de Comunicación Visual en la Universidad de Arte Musashino. A pesar de su corta carrera, recibió grandes elogios sobre su obra hasta que, cruzando un paso a nivel en Tokio, fue atropellado por un tren.
Después, dichas versiones divergen entre las que comentan que “le fue bien” y que pudo vivir de su pintura a las que matizan que se pasaba el día solo, comiendo pasta y curri precocinado en una diminuta habitación donde tenía todos sus útiles de pintura apilados en una pared, que utilizaba en los ratos libres que le quedaban tras su trabajo de guarda nocturno. Esta última visión es la que, a nuestra manera de ver, trasmiten sus obras melancólicas y descorazonadoras.
Como si el Bosco se hubiera trasladado a un Japón post-nuclear, en la obra de Ishida encontramos hombres y mujeres grotescamente atrapados o convertidos en objetos y ubicaciones de la vida cotidiana, acompañados de una serie de símbolos y símiles visuales, que, como en la obra de cualquier buen surrealista, no siempre son fáciles de interpretar si se desconoce el contexto cultural y personal del artista. Por eso, y a pesar de lo naturalmente kafkiano de su obra, no resulta difícil empatizar con la producción de un artista joven (pintó la mayoría de sus cuadros antes de cumplir los treinta años), que se siente atrapado y desesperado en una sociedad que ha mecanizado hasta el extremo sus actividades y habitantes. El hombre alienado por la mecanización de la sociedad de Ishida no tiene nada que ver con los maniquíes que propusieron durante el periodo de entreguerras artistas como Giorgio de Chirico, sino que se asemeja más un cíborg o a un experimento del ya clásico Doctor Moreau. Sus personajes, reprimidos, oprimidos, comprimidos y hasta suprimidos, se integran en objetos, animales y hasta en el paisaje de una manera obsesiva, meticulosa y angustiante.
Ishida nos muestra un Japón de hombres (la mujer casi no aparece en su obra) casi idénticos, donde estos salen y entran del metro como si fueran paquetes en una fábrica, donde la comida se ingiere en soledad a la manera de la ganadería estabulada, o a los que se les inocula directamente el conocimiento en las escuelas. Otras obras, quizás sean menos explícitas pero sus títulos sí que resultan profundamente desgarradores, como “Persona que ya no puede volar” o “Retirado”. Sea como sea, queda latente la preocupación por la homogenización y mecanización de la sociedad, especialmente en torno a la figura del sarariman.[1]
Si bien la obra de Ishida parecía, de forma inicial, tener cierto tono irónico o incluso jocoso, el tono festivo se va diluyendo en favor de un poso derrotista cada vez más y más fuerte, algo que se ve acrecentado por el carácter de los diarios y bocetos del artista, que también se exhiben en la muestra. Hay quienes interpretan su obra como una expresión subjetiva del estado anímico del autor en estos años de crisis –económica y emocional-, pero muchos otros hacen a los protagonistas de rostro hierático de las obras los representantes de toda una generación de japoneses sumida en la desesperación, incapaces de escapar a los designios y avatares del capitalismo.
En definitiva, esta exposición (y la obra del artista) nos permite acercarnos a un Japón lleno de claroscuros, muy diferente a las iniciativas habitualmente propuestas dentro de la línea de Cool Japan, pero también muy alejada de la visión exotista del país del Sol Naciente que suelen proponer nuestros museos. Aunque no es infrecuente que el mundo del arte contemporáneo se muestre crítico con la sociedad, las obras de Ishida son de una franqueza casi inaudita para el ámbito japonés, y nos propone una tajante y profunda reflexión sobre el pasado reciente de un Japón que, en muchos aspectos, ha sido la vanguardia de los peligros del neoliberalismo. Creador de imágenes que desagradan y hacen reflexionar, la presente se trata de una muestra que, sin duda, no dejará indiferente al visitante. Quizás la pesimista obra del autor no sea sino una muestra de un futuro que, lejos de resultar post-apocalíptico, está mucho más cerca de lo que imaginamos. ¿Logrará la existencialista exposición hacernos reflexionar sobre ello? Confiemos en que sí.
Notas:
[1] Del inglés “salaryman” (hombre asalariado, o que percibe un sueldo), se conoce como tal en Japón a los ejecutivos de bajo rango que trabajan para grandes empresas sin especial remuneración de su trabajo. El término tiene asociadas connotaciones negativas de trabajo rutinario, bajo salario y trabajo excesivo.