El fotoperiodismo de guerra es uno de esos ámbitos en los quela prensa cuenta con la oportunidad de convertirse en el temido ‘cuarto poder’ y así hacer historia.
La famosa fotografía de ‘la niña del napalm’, tomada en 1972 por Nick Ut y ganadora del Premio Pulitzer al año siguiente, es un buen ejemplo.[1] Una imagen cuyo impacto acabó resultando un espaldarazo al movimiento en contra de la guerra de Vietnam, contribuyendo, finalmente, a acelerar la llegada del alto el fuego. La empatía se expandió como la pólvora en la opinión pública ante la desgarradora historia de Kim Phuc, la vietnamita de nueve años cuya piel se caía a tiras por el efecto del napalm, sin ropa alguna que la cubriera. Durante la Guerra de Vietnam, Susan Sontag dixit, el mundo pudo degustar a diario la ‘teleintimidad de la muerte’, y el individuo medio pasó a convertirse, ante su periódico o su informativo habitual, en receptor de una ‘ofrenda acumulativa’ de catástrofes ante las que había de reaccionar (o no) según su cansancio y su conciencia dictaran.
Vietnam, 1972: un fotógrafo asiático, una modelo asiática, ¿un conflicto armado asiático? Quizá no, o quizá no sólo. Indochina, tradicional colonia francesa, incluía a un Vietnam que, tras lograrla independencia, se había escindido en dos (Conferencia de Ginebra, 1954), siendo Vietnam del Sur la nación apoyada por las democracias occidentales. Pero la comunista Vietnam del Norte ansiaba integrar a su vecina en un solo Estado, naturalmente de idéntica ideología. China y la Unión Soviética, que aspiraban a hacer del país reunificado un Estado satélite, le respaldaban. Por fin, en la compleja partida de ajedrez de la Guerra Fría, EE.UU. no tardó en mover pieza…
El conflicto desencadenado, como sabrán, tuvo en vilo durante varios años a la juventud estadounidense más ‘progre’, e hizo a amplias masas de la población cuestionar a su gobierno, por otra parte envuelto en el engorroso ‘escándalo Watergate’.
Hablemos ahora de Nick Ut. Nacido como Huỳnh Công Út en Vietnam, en 1951, el autor de la fotografía que hoy comentamos fue reclutado a los catorce años como fotógrafo para la agencia Associated Press con el siniestro propósito de ocupar el puesto de su hermano mayor, quien acababa de perder la vida mientras cubría el conflicto vietnamita desde plena línea de fuego. El mismo Nick sería herido tres veces mientras duró la guerra. Siete años después de su incorporación al oficio, conseguiría la instantánea que le granjearía fama y galardones.
Al llegar la paz, el aguerrido reportero sería transferido a nuevas sedes de la AP, acabando finalmente en Los Angeles, donde, desde 1977, continúa trabajando para la prestigiosa agencia.
Nacionalizado estadounidense, Ut ha mantenido contacto regular con Kim Phuc, la protagonista de su archiconocida imagen, a lo largo de las décadas transcurridas (al parecer, ésta le llama incluso “tío Nick”). Según se difundió años después de que la fotografía fuera tomada, Ut, tras captar con su cámara a los civiles que huían por la carretera cercana a la localidad de Trang Bang, entre los cuales se hallaba Kim junto a varios familiares(su hermano es el niño aterrado que figura a la izquierda en la foto, y dos de sus primos fallecieron a resultas del bombardeo), ofreció asistencia inmediata a la menor, a la que condujo rápidamente al hospital.
Allí, Kim se debatió largo tiempo entre la vida y la muerte. La historia de su milagrosa recuperación (el napalm había quemado el 65% de su cuerpo), difundida a bombo y platillo por los medios de EE. UU., fue recibida con el entusiasmo propio del pueblo americano –que tan conmocionado había quedado ante su desgracia– por los buenos dramones con final feliz y moralina bienintencionada. Sin embargo, y, sin ánimo alguno de querer cuestionar o criticar a la víctima, a su dolor y a su posterior opción de vida, parece que como si en su supervivencia hubiera intervenido un guiño del destino… con un sentido del humor algo macabro.
Y es que la niña del napalm sobrevivió para convertirse en un símbolo de redención para los estadounidenses a través de la religión, de la voluntad de perdonar, del afán de superación, y de todos esos clichés edificantes que hacen emocionarse al país del coaching, del self-mademan, del Godwillprovide, del tesón de los primeros colonos, de los inescapables eslóganes y mantras colectivos.
No es que queramos realizar una prédica de antiamericanismo. Sin embargo, no está de más señalar cuán idónea resulta para la conciencia colectiva americana la reconversión de Kim Phuc en una resuelta embajadora por la paz que, nacionalizada canadiense, ha hecho de su vida una cruzada en pro de la reconciliación por territorio, nuevamente, norteamericano.
Así, Kim pronuncia emocionados discursos en memoriales, se deja fotografiar junto a su bebé (símbolo de la esperanza y la confianza en el futuro) mostrando las cicatrices que aún conserva, se abraza con veteranos, y todo ello declarándose ‘contenta’ por el papel que Dios (para él el napalm huele a victoria, parece) le reservó al hacer de ella su instrumento. Instrumento de perdón, que Kim otorgó públicamente al piloto presuntamente responsable de su desdicha en aquel 1972, muy a lo Karol Wojtyla con Mehmet Ali Agca. Y, por supuesto, la cámara sigue disparando.
Recapitulando, la fotografía de la ‘niña del napalm’ se convirtió para muchas retinas en símbolo del horror inadmisible, forjó las carreras de un fotógrafo y de una activista, les dio celebridad y una nueva patria. Irónicamente, ésta se hallaba en el seno de la civilización que había trastocado sus existencias, arrebatando la vida a familiares cercanos, destruyendo su país nativo, marcando su cuerpo y su psique para siempre. En cierto modo, el happy ending de Nick Ut y Kim Phuces de lo más hollywoodiense. Pasan muchas ‘cosas malas’, el lagrimón cae, todo es muy Spielberg y encontramos compasión por los débiles… Pero, inevitablemente, todo vuelve a su sitio, pues la historia no es un ‘judíos vs. Nazis’, sino una de entre otras cruzadas patrocinadas por una América que, aunque a veces yerra, permanece pura y grande. Y que domina el poder de contar historias.
La víctima, casi agradecida a su verdugo, aprende su idioma, bebe de su mano, se instala en el civilizado país vecino y hace de su resentimiento y su vergüenza una corriente de ejemplaridad, tan apartada del ‘lado oscuro’ que parece lejos de lo humano. Esta es la historia de la bienintencionada ciudadana Kim Phuc, esa niña que sufrió público martirio y que redimió con él al mundo (esto no es nuevo. La catarsis de una buena historia todo lo puede, y su ‘vietnamesidad’, como el horror del napalm, parecen paradójicamente pasar a ocupar un limbo lejano. Dios, desde luego, parece bendecir a América.
Para saber más:
Notas:
[1] Pueden ver la fotografía en esta galería de imágenes recopilada por El País en 2010 con motivo del 35º Aniversario de la Guerra de Vietnam.