He escrito mucho en Ecos de Asia acerca de Dragon Ball, tanto, que resulta ya totalmente reiterativo volver a remitir a todos los rasgos típicos que caracterizan al género más predominante dentro del manga y anime shônen: predominio de escenas de acción, clichés inherentes al género (especialmente plasmados en protagonista – antagonista) y demás arquetipos, que además en el caso de Dragon Ball (como en muchos otros mangas y anime) remiten a un clásico de la literatura china, Viaje al Oeste Dragon Ball gozó de especial éxito, tanto en Japón como fuera de sus fronteras, lo que se tradujo ya no sólo en un manga y un anime longevo (con más o menos saltos de calidad, sobre todo entre Dragon Ball Z yDragon Ball GT, este último ya sin la firma de Akira Toriyama), sino también en más de quince películas. Muchas de ellas se encontraban directamente vinculadas al argumento (a veces eran meros fragmentos del mismo), y en algunos casos estaban bien planteadas y mantenían cierta gracia en lo que respecta al contenido (como el Episodio de Bardock que protagonizaba el padre del paradigmático protagonista del manganime, Gokû). No es el caso de La batalla de los dioses.
Hace ni dos meses que la película fue estrenada en Japón con una cierta sensación de impaciencia: Akira Toriyama había intervenido personalmente en parte del guión y en el diseño de algunos personajes, por lo que se antojaba un trabajo cuidado y original. Por lo menos, parecía que la obra iba a salirse del guión de siempre, aportando alguna que otra novedad. Sin embargo, las imágenes de uno de los más destacados protagonistas (co-protagonista cabría decir), Vegeta (el príncipe de la raza de extraterrestres a los que pertenece gran parte del elenco de personajes, los Saiyan), bailando acabaron por romper gran parte de las esperanzas que los fans podían tener en la película. La imagen de Gokû con el pelo rosa (o con un rojo más que descolorido), convirtiéndose en el “Saiyan Dios” eran, cuanto menos, chocantes, mientras que la imagen del antagonista, Bills, conocido como “el Dios de la Destrucción”, no ayudaban en exceso. Parece que Toriyama se había inspirado en su gato y en toda una serie de dioses egipcios (específicamente Seth y Sekhmet) para dar forma a un personaje que, por gracia divina (nunca mejor dicho) se presentaba como el más fuerte del universo y -por supuesto y para no perder la costumbre argumental-, amenazaba con reducir la Tierra a cenizas. La imagen de un Gokû egoísta que reconocía la superioridad de su enemigo (no desvelaremos mucho más al lector), remataban el arco de una película extraña.
Es cierto que la calidad de la animación ha mejorado, incorporando además nuevas técnicas, pero tampoco es que ese aspecto resulte raro o especialmente destacable: resulta lógico que con el paso de los años se note también una cierta evolución técnica, y no compensa el aspecto argumental: la película no va más allá de un mero entretenimiento para auténticos fans de la saga y, aunque supera gratamente a propuestas como la fatídica Dragonball Evolution, es un producto que recomendamos especialmente a verdaderos incondicionales dela saga. A cualquier otra persona, la propuesta podría resultarle aburrida y con más reminiscencias a lo infantil que de costumbre. Demasiado superficial y –además- sin grandes combates.