En 1905, la escritora anglo-americana Frances Hodgson Burnett publicaba La Princesita, una de sus más famosas novelas, que rápidamente se convirtió de una de las historias infantiles más leídas. Publicada originalmente por capítulos en la St. Nicholas Magazine -una de las primeras y más exitosas revistas infantiles- en 1888, la historia estaba protagonizada por Sara Crewe, una niña que había crecido con la fortuna y las atenciones de su padre en la India, y que no terminaba de encajar en el estricto internado inglés al que su padre confiaba su educación. Al fallecer su progenitor y verse privada de su fortuna, será convertida en criada, viéndose constantemente maltratada por Miss Minchin, la directora de la institución, a pesar de lo cual Sara, debido a su gran inteligencia, perseverancia y modales, nunca perderá ni la sonrisa ni la esperanza, obsesionándose con la lectura y con los recuerdos de una lujosa y fantasiosa vida en la India.
En su momento, la historia jugó un papel determinante no solo en la transmisión de una imagen benévola sobre la India,[1] sino en la reivindicación de la igualdad de clases en la que era una América segregacionista aterrada por las ideas socialistas. Por el carácter intelectual y determinado de sus protagonistas femeninas, también se han realizado numerosas lecturas feministas sobre las obras de la autora, aunque en este artículo nos centramos únicamente en la idea de la India, y de lo indio, como Madre Tierra protectora.
Debido al éxito fulgurante de la historia, la novela se vio muy tempranamente llevada al cine y el teatro, hasta contar con una larga estela de adaptaciones[2] que en muchas ocasiones poco tenían que ver con la historia original. Junto a la protagonizada por Shirley Temple, la más conocida, premiada y, a nuestros ojos, interesante -por motivos que a continuación detallamos-, es la versión que en 1995 realizó el ahora oscarizado director mexicano Alfonso Cuarón, en su primera realización hollywoodiense, y que recibió varias nominaciones al Oscar. A pesar de que, como sucede con la práctica totalidad de sus predecesoras -y sucesoras-, existen notables diferencias con la novela,[3] es en la versión de Cuarón en la que la India cobra un papel protagonista, tanto a nivel visual como narrativo, y lo hace de una forma mucho más interesante, a diferentes niveles, que en la obra original, motivo por el que le dedicamos este artículo.
Quepa mencionar, antes de nada, que hay diferencias sustanciales con la novela que cambian, y condicionan, sobremanera el argumento: la historia de Sara se traslada de Londres a Nueva York y del contexto de la Guerra de los Bóer a la Primera Guerra Mundial. Consecuentemente, la criada Becky -que es constantemente denigrada y maltratada por la directora del centro-, pasa de ser cockney a afroamericana -facilitando así la empatía con el espectador norteamericano-. La ambientación neoyorkina del relato favorece -frente al Londres victoriano, más acostumbrado a lo indio- el extrañamiento y fascinación que produce este en la mayoría de los personajes del libro, ya que a los ojos de Sara, y a través de sus palabras, ésta se presenta como una tierra fantástica y generosa, en la que todo es agradable y abundante.[4]
Como se ha mencionado, Cuarón dota a la India de un protagonismo singular dentro de su revisión de la obra de Hodgson Burnett, y lo hace a nivel tanto argumental y narrativo como estético y simbólico.
En primer lugar, acompaña la historia de la novela con una narración paralela ambientada en la antigua India, que cobra vida a partir de los cuentos que escucha, cuenta e imagina Sara. Esta, que sirve para dar comienzo a la película, se trata de una versión, simplificada y dulcificada -a la manera de cuento infantil- de algunos de los episodios del Ramayana, y funciona como metáfora de gran parte de los acontecimientos de la película.
En el primero de ellos, Rama (que, para facilitar la lectura al público infantil, es interpretado por el mismo Liam Cunningham que el personaje del padre de Sara) y Sita, presentados como “hermosos príncipes”, han sido expulsados a un bosque encantado por su “malvada madrastra”. Cuando un día, Sita ve a un ciervo herido y pide a Rama que le ayude, este dibuja un círculo mágico, del cual no debe salir para estar segura. Engañada por el demonio Rávana, Sita escucha un grito y sale del círculo, siendo secuestrada y llevada al palacio-torre de la isla de Lanka. En escenas posteriores, se relata la muerte y milagrosa resurrección de Rama, así como el cautiverio y el rescate de la “princesa” Sita por parte de su amado y del rey mono Hanuman, con un final feliz -que no es precisamente el del Ramayana-.
Las historias de Sara, que la niña cuenta por capítulos a sus compañeras, funcionan como vía de escape ante la rígida vida que se les impone en el internado, pero es indudable que la protagonista interpreta y siente estas historias de manera personal. Así, es evidente la analogía que realiza al identificar a su padre con Rama -servicial personaje que debe partir en busca de ayuda, dejándola sola-, pero también de ella misma con Sita (la misma “hermosa princesa” que ella se considera) al cautiverio que sufre por parte de un malvado demonio (Rávana – Miss Minchin). Irónicamente, será también, al menos en cierto modo, rescatada por un mono; si Hanuman colaborará en el reencuentro entre Rama y Sita, será el pequeño animal propiedad de Ram Dass -el criado indio del vecino-[5] el que se cuele en el ático del internado y haga que Sara huya a la casa de los vecinos, en la que, en el último momento, será reconocida por su padre amnésico.
Por otra parte, es innegable que la India aparece asociada a los elementos positivos de la narración, mientras que los propios de la rigidez occidental son asociados a la maldad y presentados como negativos. El evidente antagonismo entre Sara y la directora Miss Minchin -que no permite a sus alumnas divertirse ni escuchar historias- se justifica con respecto a las diferentes maneras en las que ambas han sido educadas: Sara, que ha sido criada en la India con todo tipo de lujos y libertades (“como una verdadera princesa”), es considerada por ello como consentida y caprichosa por Miss Minchin, que la acepta únicamente como una buena inversión económica. Sin embargo, aunque en la película se omite que Sara es enviada al internado “para refinarse” -implicando que la bondadosa India no es lugar adecuado para señoritas, como se sugiere en el libro-, siempre se presenta a la pequeña como contestataria pero siempre educada y, sobre todo, dotada de una autoestima de la que, a pesar de su adquirida autoridad, Miss Minchin carece. Esto se aprecia claramente en la creencia, que gana fuerza a lo largo de la película, de que Sara es una princesa, pero que como ella lo son todas las mujeres, y como tales deben ser tratadas.[6]
Por otra parte, también se observa un evidente simbolismo -prácticamente maniqueo- en la división de los personajes: por un lado, aquellos más “occidentales”, como Miss Minchin, Lavinia, el profesor de francés o la mayoría de las niñas y sus padres, son, si no siempre malvados, al menos fríos y aburridos, mientras que los personajes relacionados con la India son los personajes bondadosos y salvadores (Sara, su padre, su vecino, Ram Dass, su mono, además de Becky y toda una serie de niñas que, por un u otro motivo, no están bien integradas en el internado, y que se declaran fascinadas por la India).
Por si no quedase claro que la Madre India se presenta como un lugar de protección y salvamento, en los momento de flaqueza, Sara no se dedica a rezar a un Dios (cristiano), sino que se refugia en sus recuerdos, y en sus tradiciones como forma de evasión y de protección, dibujando el mismo círculo en el suelo con el que Rama protegió a Sita, y recordando los olores y sensaciones de su extrañado país:
-La India…allí el aire es tan caliente que se puede saborear.
-Seguro que sabe a coco…
-No, más bien a especias diría yo, a curry y a azafrán (…) Los tigres duermen bajo los árboles, y los elefantes se refrescan en los lagos, el viento caliente sopla por los campos, y sobre él cabalgan los espíritus, que cantan mientras nos observan desde lo alto, se oye el eco de sus voces en la montaña, y el cielo se llena de colores, como la cola de un pavo real.
Por último, dentro del exquisito trabajo de arte y fotografía de la película -categorías que le valieron sendas nominaciones al Oscar-, existe también una clara polarización y división de la gama cromática con respecto a la India. Los elementos positivos son presentados en una gama de amarillos, naranjas, ocres y azafranes que aluden directamente a muchas de las sensaciones sinestésicas que produce -tanto al espectador como a las protagonistas- la India; entre ellos, se encuentran los momentos felices de la narración del Ramayana, las escenas que suceden en la India, el primer cuarto de Sara en el internado, su querida muñeca o la habitación de ensueño que les proporciona Ram Dass. Sin embargo, los elementos negativos, como la rigidez, la disciplina, la tristeza y/o la maldad son representados mediante colores fríos, dominados por una gama de verdes oscuros y de diferentes tonos de gris y negro; estos se aplican en el vestuario apagado de las niñas, las paredes y decoración del internado, pero también en el vestuario de Miss Minchin, las escenas bélicas o incluso en el propio demonio Rávana.
En definitiva, podemos afirmar que La Princesita, y más aún si cabe en la versión de Cuarón que en la novela original, fue, aunque de manera ciertamente fantasiosa -y por ello, a su vez, orientalista-, una forma, tan delicada y amable como necesaria,[7] de acercar la India y sus bondades al público infantil. Por su manera de no presentar lo desconocido y lejano como peligroso, es más que recomendable para aquellos que, pequeños o mayores, quieran iniciarse de una manera sencilla y llena de emociones, en el disfrute de la cultura del país. Realistas o no -siempre en consonancia con la mentalidad de su tiempo-, tanto la novela como la película son firmes defensoras de unos valores e ideas como el respeto, la tolerancia y la amistad, que, por mucho que pasen las generaciones, no se deberían perder.
Notas:
[1] Recordemos que en otros éxitos de la época, como La vuelta al Mundo en 80 días (1873), de Julio Verne, la India se presentaba como lugar peligroso en el que todavía se conservaban costumbres “salvajes” como el satí (el suicidio ritual, muchas veces forzado, de la viuda tras la muerte del marido).
[2] Tan pronto como en 1917, y todavía dentro del cine mudo, Mary Pickford encarnó a una primera Sara Crewe. No obstante, la versión en la que nos centramos estuvo directamente inspirada en la que en 1939 protagonizó la ya famosísima Shirley Temple, en la que el final difería notablemente del de la novela. En 1973 y 1986 se produjeron otras dos versiones, estas sí, más fieles al original; pero la más famosa y premiada de las adaptaciones fieles fue la serie de anime Princesa Sara (1985), de cuarenta y seis episodios, producida por la Nippon Animation -que en esa misma época produjo también adaptó otros clásicos infantiles como Heidi, Marco, Pollyanna o Mujercitas-. En la versión del anime se inspiró la muy popular película filipina Sarah… Ang Munting Prinsesa (1995), que a su vez tuvo un remake en 1997; también se realizaría una versión rusa de la historia (Malenkaya printsessa, 1997). Además de la versión que nos ocupa, y de numerosas adaptaciones para el teatro, en época reciente se ha intentando modernizar la historia mediante algunas revisiones poco ortodoxas como, Sōkō no Strain (2006), una serie anime en la que Sara se convierte en una piloto de mechas, y, Shōkōjo Seira (2009), un dorama adolescente trasladado al Japón actual y en el que se incluyen, por primera vez, notas de romance.
[3] Además de variaciones en la descripción física de Sara, la principal diferencia es que la historia se traslada de Londres a Nueva York y de la Guerra de los Bóer a la Primera Guerra Mundial. Tampoco Becky es una criada negra en el libro, pues esto hubiera sido muy extraño en el Londres victoriano. En el libro, Sara goza de muchos más privilegios que las otras alumnas, teniendo doncella propia, poni y carruaje. A partir de aquí, el resto de diferencias desvelan el desarrollo y final de la película al lector, por lo que se recomienda no seguir leyendo hasta haberla visionado: mientras que en la novela el señor Crewe fallece a causa de una enfermedad, en la película lo hace en la Guerra, aunque como se revela más tarde, meramente estaba inconsciente y amnésico. Con ello, Sara pasa igualmente a una situación de servidumbre, aunque no es denigrada al mismo nivel que Becky, y se le permite leer y estudiar en sus ratos libres, así como ayudar con el francés a las otras niñas. En el libro, la familia vecina tiene una mayor relación personal con el padre de Sara: no eran unos meros pasajeros del mismo barco, sino que el patriarca era el socio del señor Crewe, y viaja a Londres junto a su familia y su criado indio (este sí, el que aparece en la película, aunque tiene un protagonismo mayor en el libro) para encontrar a Sara. Tampoco hay un intento de huida ni una aparición dramática de la policía al final.
[4] No deja de resultarnos curioso el que la autora escogiera precisamente la estratificada sociedad india -en la que imperaba todavía un sistema de castas y que estaba sometida, además de al mandato británico, a diferentes monarquías regionales- como paradigma de la igualdad del trato justo a las diferentes clases sociales, especialmente en lo que atañe a las mujeres.
[5] Este personaje tiene un mayor protagonismo en el libro, y queda manifiesta la mutua admiración y respecto que se profesan él y Sara. Él, porque la niña le habla en su idioma en vez de tratarle con miedo, y ella, porque le saluda y reverencia (salaam), como esta hacía en la India.
[6] Aunque la insistencia, tanto en el correcto trato hacia las mujeres como en la idea de que Sara es una “pequeña princesa” son recurrentes en la obra de Hodgson Burnett, esta se hace mucho más presente en la versión de Cuarón, posiblemente de acuerdo a la época, siendo muchas de estas frases añadidos de la película. Entre ellas, destaca la célebre escena con Miss Minchin, en la que Sara le dice que todas las mujeres son princesas, aunque “vivan en sucios y viejos desvanes, aunque se vistan con harapos, aunque no sean hermosas, listas o jóvenes”.
[7] Valga recordar, a modo de punto final, que la India no estaba por aquel momento muy presente en la literatura infantil. Algunas de las obras más célebres al respecto, como El libro de la selva (1894) de Rudyard Kipling, no eran en realidad obras dirigidas a un público infantil, mientras que las que sí lo eran, como Little Black Sambo (1899), de Helen Bannerman, utilizaban un supuesto trasfondo indio como recurso meramente escenográfico y abocado a la idea del peligro. Por otra parte, también la película de Cuarón llegó a los cines tras una larga serie de producciones británicas de la década de los 80, ambientadas en la época colonial, en las que la India fue representada de manera fehacientemente más hostil.