Tanto la última década del siglo XIX como la primera del XX fueron cruciales para el posicionamiento de Japón dentro del panorama político internacional, gracias a sus grandes victorias militares. En estos 20 años, Japón participó en tres conflictos bélicos (dos de ellos propiciados directamente por él mismo): la Primera Guerra Sino-japonesa, la Rebelión de los Boxers y la Guerra Ruso-japonesa, que le valieron la admiración internacional por ser la primera nación “no blanca” en conseguir un estatus civilizado, al vencer no solo a la tradicionalmente hegemónica potencia asiática, sino también a una reconocida potencia occidental.
Este proceso fue seguido con enorme atención tanto por un Occidente deslumbrado como por la propia sociedad japonesa, que se encontraba inmersa en un momento de grandes cambios que, en cierto modo, cuestionaban su propia personalidad nacional. Japón se estaba sometiendo, desde el comienzo de la Era Meiji (1868-1912) a un proceso de modernización que, tomando como ejemplo a las potencias occidentales y seleccionando lo mejor de cada una, alcanzaba todos los aspectos de la realidad nipona, desde la alta política hasta la vida cotidiana de los ciudadanos. En medio de esta vorágine de cambios, de facciones enfrentadas que defendían desde la más anquilosada tradición hasta la más rabiosa modernización (pasando por todos los estados intermedios), el pueblo necesitaba reforzar la identidad japonesa, redescubrirse a sí mismo e identificarse como nación. Las victorias en los conflictos bélicos anteriormente citados contribuyeron en gran medida a la definición de esta nueva identidad japonesa, la de nación moderna que se situaba en un puesto destacado en el panorama internacional. Por este motivo, el seguimiento del curso de estas guerras era especialmente importante y significativo para los japoneses, al tiempo que atraía las miradas occidentales.
El pueblo ansiaba conocer el desarrollo de la guerra. El medio predilecto para ello fue el tradicional, a través de los grabados ukiyo-e. Debemos precisar, antes que nada, que el grabado en Japón estaba concebido como un producto más comercial que artístico, de escaso valor, en ese sentido podría ser el equivalente al concepto que hoy en día tenemos de los pósters. Estos grabados mostraban diferentes episodios bélicos, subrayando el potencial militar derivado de la modernización del ejército (esta modernización, consistente en la creación de un ejército de reemplazo y la asimilación de tácticas y armamento occidentales, fue una de las más destacadas medidas llevadas a cabo por el gobierno Meiji).
Sin embargo, ante la prédica de modernidad completamente adscrita a la propaganda del gobierno Meiji, resulta extraño descubrir que el vehículo a través del cual se realiza es un grabado. ¿No sería más lógico que se emplease para ello un medio moderno y veraz, como es la fotografía? Ninguno de los principales grabadores que trabajaron la temática bélica fue testigo presencial de los hechos, si bien hubo algunos de menor renombre que sí conocían los episodios bélicos de primera mano, como es el caso de Taguchi Baisaku, en que el hecho de que fuera testigo directo se convierte en el rasgo más llamativo de su obra. Sin embargo, no debe menospreciarse el valor que tenía la fotografía dentro de este contexto, pues muchas veces servía de fuente para los grabadores: corresponsales y fotógrafos realizaban instantáneas in situ que enviaban a Tokio, donde estos grandes maestros las copiaban, adaptándolas al lenguaje y a las intenciones del grabado.
Pero aunque era usada como fuente, no era la imagen fotográfica la que llegaba al público general en Japón. Esto se debe, fundamentalmente, a dos motivos. En primer lugar, el aspecto estético y la espectacularidad. Un grabado ofrece en este sentido muchas más posibilidades que una fotografía con los medios de la época. Podemos verlo en las dos imágenes inferiores. Ambas muestran un combate naval. En la fotografía, apenas se aprecian dos buques en la lejanía, resultando casi imposible discernir cuál pertenece a cada bando. En cambio, en el grabado se aprecian, en primer lugar, dos bandos diferenciados. Además, transmite lo encarnizado de la batalla, y resulta (no lo olvidemos) muy “comercial” por lo llamativo de la explosión.
El segundo motivo, menos superficial, es la manipulación propagandística y de exaltación. No sólo interesa mostrar los acontecimientos, sino constatar la superioridad japonesa. Para ello, se emplean recursos que parecen un tanto ingenuos, pero que a la hora de la verdad resultan muy efectivos. Para ver esto, lo mejor será que tomemos como ejemplo una obra, El héroe Harada Jukichi en el asalto de la Puerta Genbu en Pyong-Yang, de Mizuno Toshikata, en la que se refleja un episodio de la Primera Guerra Sino-Japonesa, entre 1894 y 1895.
La lectura, siguiendo el sentido japonés tradicional, de derecha a izquierda, nos muestra a un héroe solitario que se enfrenta a un nutrido grupo de enemigos. El japonés se encuentra por encima, en una posición estratégica de superioridad que deja al enemigo a sus pies, y que resulta visualmente muy elocuente. Pese a que es un grupo relativamente pequeño de personajes (no llegan a la decena), podemos sentir el fragor de la batalla, gracias al humo y a las balas. El hecho de que la trayectoria de los proyectiles aparezca dibujada dota a la composición de un enorme dinamismo, al tiempo que se adelanta a corrientes artísticas de la vanguardia europea, como el futurismo, y supone un precedente de las formas de expresión propias del cómic.
El personaje de Harada refleja fielmente la modernización del ejército japonés, ahora es un ejército de reemplazo, de soldados uniformados, que combaten con armas de fuego y, en caso de que sea necesario, con sables que ya no son las tradicionales katanas. Aunque, a nivel práctico, el ejército japonés se ha convertido en un colectivo, sigue siendo evidente, en imágenes como esta, el espíritu individualizador que entronca con los (ya extinguidos) samuráis. Esta imagen contrasta con la de los chinos, ataviados a la manera tradicional, que se muestran como fieros (y un tanto salvajes) soldados de rostros desencajados, que se lanzan al ataque desordenados, en tumulto, dificultándose a sí mismos, y que no son lo bastante fríos como para aprovechar su armamento (tan solo uno de los que se ven encuadrados apunta su arma, el resto, las enarbolan, las pierden o les supone más un obstáculo que una ayuda para sus propósitos). El enemigo está representado como seres grotescos, con los rostros desencajados. Tienen mayor similitud con los demonios y espíritus que con los hombres que han aparecido tradicionalmente en el imaginario visual japonés.
Este grabado no es un caso aislado, sino al contrario, supone un caso especialmente representativo de la utilización del medio tradicional para realizar una propaganda política y una exaltación nacional del nuevo Japón. A la vez, los grabados bélicos suponen el último momento de esplendor del ukiyo-e. Después de la Guerra Ruso-japonesa, el grabado en Japón deja de ser el medio de masas por excelencia, para poco a poco ganar importancia dentro del arte contemporáneo.
Por el contrario, en Occidente, sin que influyese ningún tipo de cuestión ideológica o moral, sino asumiendo un papel de meros espectadores sobre un tablero de ajedrez, y acostumbrados a entender la imagen fotográfica como una representación fidedigna de la realidad, se prefirió la fotografía (o las copias en grabado de la misma, cuando la tecnología no permitía la reproducción fotográfica) para ilustrar las notas de prensa que recogían las informaciones sobre estos conflictos bélicos.