Amy Chua, norteamericana nacida de padres chinos en 1962, pertenece a un selecto círculo. Ella y su marido, brillante y apuesto estadounidense de origen judío, enseñan Derecho en Yale. Además, también es hija de académicos de prestigio. Con tales antecedentes, aventurar que también su descendencia sería modélica era una apuesta poco arriesgada. Sin embargo, ‘Himno de Batalla de la Madre Tigre’, best seller publicado por Chua en 2011, es todo un canto a la importancia del método: no sólo hay que confiar en la bondad de los genes.
Chua, para quien, en tanto que china de ascendencia y de corazón, no se concibe sino que cada generación familiar conquiste logros aún mayores que la que le precede, renunciará a las comodidades de una vida convencional en pos de una supervisión constante de la educación de sus dos hijas. ‘Himno de Batalla de la Madre Tigre’, a caballo entre el género confesional y el manual pedagógico, describe su puesta en práctica de dichas convicciones en materia parental. No se sabe si el amargo quehacer diario, sin un minuto de respiro, planificado por Chua para sus hijas Sophia y Lulu (y para sí misma, en calidad de vigilante) las hace parecer, conforme leemos ‘Himno de Batalla… ‘, dignas de compasión por explotación infantil, ¿ocasional? maltrato psicológico… o ya tan sólo por haber sido escogidas como peculiares espécimenes de laboratorio, piezas en la aplicación de un programa. El Programa de Crianza Perfecto (las mayúsculas son intencionadas, y, en mi modesto juicio, necesarias: seguro que nuestra inflexible autora las aprobaría).
El Programa de Crianza Perfecto, según Chua, es ni más ni menos que el estilo chino de criar a la prole. La excelencia académica de los estudiantes de origen asiático (también en Estados Unidos, donde Chua ha vivido la inmensa parte de su vida) parece darle la razón: los niños más modositos, los más empollones, los más devotamente obedientes tienen los ojos rasgados. Y la razón del éxito asiático obedecería, para Chua, a una estrategia acertada: la laxitud (generalizando) de muchos padres occidentales acaba dando como fruto unos hijos que no serán sino profesionales discretos, miembros del grupo mayoritario en las estadísticas. Grises individuos ‘del montón’. ¿Felices? Quizá. ¿Fracasados? Para Chua, quizá también.
Por su parte, la estricta disciplina y altas exigencias mantenidos por los padres asiáticos conducirían, por el contrario, a producir ‘niños 10’. Así visto, media un abismo entre ambos modelos educativos. Pero hasta el Programa de Crianza Perfecto demostrará no ser lo que parece.
Chua ha decidido, aunque el listón en su familia sea alto, ir un paso más allá en cuanto a expectativas. Aunque sus hijas no podrán obtener otros resultados escolares que un primer puesto ni en sus peores sueños, esto no basta. El siguiente paso para el honor de la dinastía Chua es el de contar con dos niñas-prodigio de la música clásica.
Esta alusión al honor no es gratuita. La propia Chua reconoce cómo, años ha, al obtener en una ocasión el segundo premio en una competición escolar, su padre le fusiló con ‘eres una basura’, acompañado de un ‘ni se te ocurra volver a deshonrarme jamás así’. ¡Como para atreverse!
De todos modos, la autora se apresura a aclarar que, para la mentalidad china, dedicar tales ‘perlas’ a los retoños se hace no con afán de insultar, sino para proporcionar al niño un incentivo lo suficientemente poderoso para su larga cruzada de autosuperación y perfeccionamiento. Los niños chinos, continúa Chua, no se arredrarán ni traumatizarán ante improperios. Su sentido de responsabilidad filial, su inquebrantable aguante y su… bueno, que no son blandita carne de psicólogo occidental, vamos, asegurarán que no haya daños cuantiosos ni futuros rencores hacia el padre-ogro.
Por su parte, el susodicho padre-ogro se resigna a ser visto como tal en alguna ocasión aislada por el vástago de sus amores. Si el hijo sale decentemente a la asiática, la cosa no pasará de ahí. Éste sabrá entender que los comentarios zahirientes, las férreas normas y el escaso afecto y cercanía diarios no son sino necesarias renuncias, sacrificios que los padres (en especial el padre, en quien, como varón, recae el deber de mantenerse firme) están dispuestos a llevar a cabo por su bien. Por su futuro.
Y por el nombre de la familia, claro. El matarse por criar a un hijo y por darle lo mejor no se hace, en Asia, sin esperar una retribución a cambio. En este sentido, junto a la retribución honorífica, hay que señalar otra más pragmática: el hijo deberá velar por los padres cuando estos no puedan valerse. Vamos, que ni de adulto se quedará de Rodríguez. Si quieres chocolate, toma tres tazas.
Pero quizá la propia Lulu Chua sea la excepción que confirma la regla respecto a la sumisión de los niños criados a la asiática. Y es que la hija menor de la autora de ‘Himno de Batalla…’ posee un carácter rebelde, independiente y obstinado. Este cóctel Molotov en miniatura desafía sin interrupción la terca resolución de la madre a aplicar su programa educativo; y el conflicto se desata desde la más tierna infancia. Así, tenemos enfrentadas a Amy Chua, empeñada en hacer de Lulu una violinista de primer orden a escala mundial… y a esta última, empeñada a su vez en enfurruñarse por tener que practicar violín el día entero (incluso de vacaciones en los países más lejanos del orbe)… o por tener vetadas, por ejemplo, cosas tan básicas como quedarse a dormir en casa de otras niñas. La prohibición, aplicada también a la hija mayor, Sophia, se esgrime por la razón de que tales intervalos de privacidad y esparcimiento no hacen sino sembrar en los niños las peores ideas, exponiéndoles a las más peligrosas tentaciones. Enseñarles ‘picardías’, que se dice.
La hermana mayor, Sophia, es sin embargo un paradigma de docilidad, constancia, talento y mesura, que florecerá, como está previsto, en toda una precoz pianista. La primogénita posee todas las virtudes que la educación china, tan venerada por Chua, predica. Sin embargo, la autora debe reconocer, aun a su pesar, que es Lulu, la pequeña, aquélla con la que más puntos en común comparte. Ambas mantienen una intensa relación de antagonismo, pero también de identificación: el carácter de armas tomar de la madre se refleja el espíritu indomable de la hija.
Al fin y al cabo, el gen batallador de los Chua parece presente desde hace tiempo atrás. En el abuelo Chua, quien, desafiando a su familia, dejó atrás Filipinas para perseguir un incierto futuro como investigador. En la propia Amy, quien dejó colgada una carrera universitaria a mitad, matriculándose luego en Derecho ‘por hacer algo’ y echándose de prometido a un occidental… que además, en un principio, parecía tener inclinaciones algo hippies.
Así pues, no es oro todo lo que reluce. El éxito y la felicidad no siempre se siguen de un camino prefijado y escogido por terceras personas. Pero lo que la saga familiar de los Chua demuestra, la propia Amy parece no comprender cuando le llega el turno como madre. De ahí que Lulu, su pequeño suplicio particular, tenga que hacérselo ver de forma dramática cuando no queda otra: cuando da el salto a la adolescencia. Lulu ya no aguanta más viviendo esclava del violín, de los inalcanzables retos y de las intensivas clases, que pueblan toda su rutina diaria; esas piedrecitas en el camino a un estrellato que ella nunca ha deseado para sí. Y tampoco aguanta ya las notas pasivo-agresivas de su madre, quien, sabiendo al dedillo qué fallos cometerá la niña en sus horas de práctica, le corrige de modo estricto dejándoselas dispersas por la casa. ‘¡Más vibrato! ¡Cuidado con ese pasaje! ¡Así, así! ¡Atenta a tu postura! ‘. Ni cuando mamá tiene que salir concede una tregua. El resto de ensayos, Lulu los realiza bajo su implacable mirada. Por supuesto, de hobbies propios, salir al mall como cualquier otra jovencita americana o soñar con sus primeros escarceos amorosos, ni se habla.
Pero Amy Chua, la inflexible mamá-tigre, acaba por doblegarse. En su Perfecto Plan de Crianza no había, al fin y al cabo, ningún ‘plan B’ previsto si una de sus pequeñas cobayas le salía rebelde. Y, en todo caso, Chua también se ve obligada a bajar las zarpas, por propia –aunque pesarosa– convicción. La mamá-tigre es en el fondo un tigre de zoo, al fin y al cabo, que no ha crecido en su entorno natural. Como tal, también es permeable a las influencias externas… occidentales, en este caso, aunque no sólo: hasta sus propios padres, los severos papás Chua (orgullosos representantes de una primera generación de emigrantes asiáticos a Estados Unidos que, a base de duro trabajo, consiguió todo lo que se propuso), ahora convertidos en ablandados y comprensivos abuelos, reclaman a Amy más manga ancha con las niñas.
Amy Chua, finalmente, se ve atrapada ante una evidencia. Aunque ha crecido como china, también lo ha hecho como americana, y en el caso de sus hijas, tercera generación de emigrantes, la influencia del país asiático de origen es mucho menor aún: lo que en términos menos pedestres se llama ‘aculturación’ se ha completado, y los últimos cachorros del tigre son más occidentales que otra cosa. De todos modos, del híbrido de culturas del que Sophia y Lulu son parte, y del exigente experimento expuesto en el libro, ha salido algo brillante: ambas niñas, jovencitas al término del libro, son todo un primor. Quizá también lo habrían sido sin tener que sacrificar su infancia por ello, pero esto es secundario. La felicidad y la individualidad del niño, la puesta en valor de estos puntos y la necesidad de salvaguardarlos le parecen a Chua (a pesar de saludables dudas, que finalmente inclinan la balanza) cosas de ‘occidentales’. Pero, como tigre asiático en zoo americano, nuestra mamá felina es víctima de un fin paradójico, y no carente de cierto humor: la hija enseña a la madre, la madre china a ultranza se rinde a la inercia occidental de las cosas. O a los fallos de un sistema que, después de todo, no es tan infalible.
La manada de las madres-tigre: estilos parentales, diferencias culturales
‘Himno de Batalla de la Madre Tigre’ puede leerse como la interesante presentación de un case study, o caso práctico: de forma amena, se describe la aplicación del método de crianza parental más cercano a la sensibilidad asiática (o asiática-americana-con-bastante-peso-de-lo-primero) propia de la autora, dejando apreciar al lector sus luces, pero también sus sombras.
Que existen infinitas visiones distintas en materia de cómo educar a los hijos es innegable, y esto es así a lo largo del ancho mundo, y esto no sólo depende del país del que uno provenga. ‘Cada maestrillo tiene su librillo’, que reza el dicho. Pero también es cierto que los valores, prioridades y líneas de acción que pueden observarse en materia de crianza parental se hallan condicionados en buena medida por la cultura propia. Por otra parte, Estados Unidos, país multicultural por excelencia, donde la población de origen asiático aún resulta un contingente relevante, ofrece un marco interesante donde observar la colisión de modelos culturales dispares, así como el papel desempeñado en términos de rendimiento académico por los vástagos. Y la evidencia persiste: en las instituciones educativas americanas, los hijos de emigrantes venidos de Asia siguen despuntando (también, o más aún, en comparación con niños y jóvenes pertenecientes a otros grupos étnicos). Pero esta excelencia, como ya hemos visto, se paga cara. En cualquier caso, por todo lo que ofrece de interés el fenómeno del americano-asiático modélico, su figura viene siendo objeto de numerosos estudios a lo largo de los últimos años. ¿Y qué pueden decirnos los expertos de la antropología, sociología, etnografía… que podamos añadir a las reflexiones e impresiones obtenidas a partir del best seller de Chua?
Lo que pueden decirnos, por ejemplo, es que mientras ‘en América, el niño aprende a ver el mundo estrictamente de modo individual’, el niño chino ‘aprende a ver el mundo como una red de relaciones’. Esto corrobora de nuevo la importancia dada al deber en detrimento de los propios deseos, concepto que en el caso chino, pero también en el japonés y el coreano, suele relacionarse con el pensamiento de Confucio. En éste, la importancia de la piedad filial y el respeto al padre son dos valores vitales: el padre (como el Estado), encarna, detenta y desprende rectitud y autoridad, y el futuro buen ciudadano deberá, primero, aprender a ser buen hijo y rendir pleitesía al progenitor, en el contexto de la familia concebida como microcosmos de todas las relaciones: religiosas, políticas, económicas… Así, un núcleo familiar cuyos miembros conocen y cumplen a rajatabla su papel es garante de una sociedad y de un Estado que también funcionarán como un mecanismo de relojería. La devoción y el culto rendido a los ancestros intensifica y reincide en el apego a la familia y a la historia, activando sentimientos de orgullo y de pertenencia a una línea de honorabilidad de cuyo mantenimiento, e incluso engrandecimiento (ahora lo entendemos más), la generación presente –así como las futuras– son responsables.
Pero, ¿qué hay del papel de la madre china? Según señalan los estudiosos, a ella corresponde proporcionar un entorno de seguridad y cariño en el hogar: la salvaguarda de las esencias morales y su prédica dependen más bien, como también el bienestar económico de la familia, del padre. Así, a la madre se le permitiría mantener relaciones de corte más intenso y emocional con los hijos, relaciones que al padre, en beneficio de la suprema causa educativa (y atendiendo al mantenimiento de su virilidad) le quedarían vedadas: ‘un padre ama a su hijo con todo su corazón, pero jamás lo expresará’, reza un proverbio de la época de la dinastía Qing.
En este sentido, Amy Chua y su inflexibilidad quizá no sean características tan asimilables por defecto a la madre china tipo. Además, su exagerada militancia como guardiana del honor de la familia y su incansable trabajo como educadora y transmisora de valores morales a sus hijas acaso se deba a una razón de intensidad concebida como necesaria. Chua se halla sola ante el peligro, con un marido que, aunque brillante, es partidario de ese ‘laissez faire’ estadounidense que, para Chua, a menudo no es sino revelador de una negligencia y dejadez escandalosas por parte de los padres occidentales.
Chua no está dispuesta a dejar ’echar a perder’ a su descendencia. Ante la ausencia de un padre chino en condiciones, ella tendrá que serlo. Pero la dificultad de ejercer de Leopold Mozart y de madre amorosa a la vez es notable. No sólo porque en cierto modo signifique tener que rendir culto a la bipolaridad, sino porque el ñoñerío ocasional restaría efectividad a las monsergas de la mamá-ogro.
Al final, como hemos visto, la aculturación y la fuerza de la adolescencia pueden más, y el castillo de naipes de la tigresa de nuestro libro se derrumba. De todos modos, el mensaje final que deseamos transmitir es el de que Chua no es la escandalosa autora de un ‘Mi vena sádica, mis hijas y yo’. Más bien, ‘Himno de Batalla de la Madre Tigre’ constituye la oportunidad de una mujer resuelta, que se juega el todo por el todo y que finalmente se enfrenta a sus equivocaciones, de explicar cómo ha intentado hacer las cosas de la mejor manera posible, conforme a las ideas que, en materia de educación, le han inculcado su familia y sus raíces. Tomando nota de la experiencia de Chua, el lector podrá reflexionar –así lo hemos hecho nosotros– acerca de las dificultades de educar, así como sobre la gran influencia que la cultura propia posee en las decisiones que tomamos a lo largo de la vida.
Como hija de asiáticos, Asia y sus valores perviven en la mente de Amy Chua. Seguro que si mis lectores se ven un día en la tesitura de emigrar, sufrirán algún día en sus carnes las dificultades de mantenerse fiel a los valores de toda una vida mientras se intentan bandear (o asumir, según el caso y los gustos) las alternativas esgrimidas por los habitantes de un país que se podrá asumir como propio, pero que siempre ofrecerá ejemplos de lo estrambótico y lo extraño. Tanto más si los contrastes son tan fuertes como los existentes entre la sociedad estadounidense y la china. ¿Y qué modelo educativo es, finalmente, el idóneo? ¿China o E. E. U. U.? ¿BBC o HBO? ¿Coca-Cola o Pepsi? Les dejaremos que escojan su propia opción cuando les toque. Nuestro único consejo: ya se decidan por ser padres-tigre o padres-oso-amoroso, nunca descarten pasarse al bando contrario en caso de que las circunstancias temporalmente lo exijan. Si criar a un hijo es, en cierto modo, hacer la guerra, otras escuelas de estrategia militar no deben ser desestimadas.
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