Tras un artículo dedicado a explicar la trascendencia de la Ruta de la Seda y otro desarrollando los primeros siglos de esta vía, proseguimos con esta panorámica sobre uno de los ejes articuladores del continente euroasiático durante una buena parte de la Historia.
Nos habíamos quedado en el siglo III d.C., cuando todavía se mantenía un clima de estabilidad política que permitía el florecimiento de las comunicaciones en la Ruta. No obstante, el siglo IV supuso un cambio en este panorama, especialmente al final, a partir de la división del Imperio Romano.[1] Este acontecimiento suponía una constatación del debilitamiento del Imperio, lo cual facilitó la llegada de una nueva oleada de pueblos germánicos, que contribuiría notablemente al colapso del Imperio Romano de Occidente (acaecido en el año 476). Por su parte, en la división oriental se consolidaba el Imperio Bizantino, que vería su esplendor en época de Justiniano (527 – 565).
No fue el extremo occidental de la ruta el único que sufrió cambios notables en su configuración política. En la zona central de Asia, el Imperio Parto desapareció a favor de la Persia Sasánida (227 – 637), mostrando además una política muy expansiva que alcanzó el antiguo Imperio Khusán.[2] En la India, por su parte, se había consolidado la dinastía Gupta,[3] fronteriza con el Imperio Sasánida. En Asia Central seguía manteniéndose como enclave de importancia el pueblo sogdiano, en territorio de los actuales Tayikistán y Uzbekistán.[4]
En el otro extremo de la Ruta de la Seda, China no pasaba por una situación mejor. Atravesaba un momento de fragmentación política, que históricamente se ha dividido en dos periodos, conocidos como la época de los Tres Reinos y Seis Dinastías y los Dieciséis Reinos.[5]
Con este mapa político, en el que los cambios se concentran en una horquilla temporal pero no suceden todos simultáneamente, dando una gran inestabilidad a buena parte del recorrido, sería fácil suponer que el periodo comprendido entre los siglos IV y VII fue un momento negro en el que el comercio y las comunicaciones se detuvieron por completo. Esto no fue exactamente así, y aunque es cierto que el comercio se resintió (la ruta terrestre topó con la barrera de la Persia Sasánida, y la ruta marítima también tenía problemas ocasionados por persas y etíopes), no desapareció, ya que Occidente seguía demandando los productos orientales (principalmente sedas, pero también otros productos de lujo), tanto para las cortes como para el alto clero ya asentado. De esta manera, además de los tejidos, existía un importante tráfico de objetos de vidrio, metales preciosos, perfumería, especias y opio, entre otros productos.
En estos siglos, además, se produjo otro fenómeno de importancia, y es que por primera vez se va a conocer en otras zonas geográficas y culturales el procedimiento de realización de la seda. El primero de los lugares en los que se conoció la técnica fue Jotán,[6] en torno al 420 – 440. El origen se encuentra en una historia con un componente legendario, recogida en el Tang su (Historia de la dinastía Tang), por el cual la sericultura se implantó a consecuencia del matrimonio de uno de los soberanos de Jotán con una princesa china, que para poder seguir vistiendo sus lujosos ropajes de seda se ve obligada a sacar clandestinamente de su país huevos de gusano, escondidos en su cabellera.
El segundo lugar al que llegó la sericultura fue al Imperio Bizantino, en época de Justiniano, aproximadamente entre los años 550 y 555. Según textos de Procopio de Cesárea y Teófano de Bizancio relativos al Extremo Oriente, dos monjes, presumiblemente nestorianos, recorrieron la Ruta de la Seda, por encargo del propio emperador Justiniano, recorriendo la ruta del Cáucaso y evitando Persia, para traer de allí los “granos” (huevos) del gusano escondidos en sus bastones huecos. Sin embargo, esta historia quedó en un episodio aislado debido a varios factores: en primer lugar, es posible que los gusanos que llegasen fuesen de una especie no demasiado preciada, y junto a ello, el afán de Justiniano por crear un monopolio de producción de seda vinculado a la corte terminó ahogando la incipiente industria bizantina de la seda.
En el recorrido de la Ruta de la Seda tuvo además gran importancia, durante esta etapa, un enclave sobre el que primaba el valor religioso, un lugar de peregrinación, las Cuevas de los Mil Budas.[7] Este centro de oración budista alcanzó tal relevancia como para convertirse en un lugar de referencia para la religión budista y una puerta entre Occidente y China, a pesar de su incómoda situación en mitad del desierto del Gobi.
Además de estos contactos comerciales y religiosos, también hubo relaciones diplomáticas y de mutuo conocimiento, aunque éstas fueron menores que en la etapa anterior y evidencian que no existía tampoco entonces un conocimiento profundo del pueblo chino. El mayor ejemplo lo encontramos en el historiador romano Amiano Marcelino, en su Res Gestarum Libri XXXI (comúnmente conocido sencillamente como Historias), que habla de los chinos (todavía denominados “seres” o “seras”) con una serie de generalidades, entre las que se insiste en la procedencia vegetal de la seda.
Los cambios acaecidos a partir del siglo VII suponen una variación del panorama lo suficientemente relevante como para que podamos reservarlos para la siguiente entrega de la serie.
Notas:
[1] A la muerte del emperador Teodosio, en el año 395, el Imperio Romano quedó dividido en dos partes, la occidental y la oriental, controladas respectivamente por sus hijos, Honorio y Arcadio.
[2] Éste, sin embargo, se encontraba también en plena decadencia: la dinastía Kusana había sido derrocada por un vasallo, llamado Kidara, creándose el reino kidarita, que aunque era más humilde que su predecesor, logró cierta prosperidad. A partir del siglo V, diversas oleadas de hunos blancos y posteriormente el Islam acabaron definitivamente con los vestigios de este pueblo.
[3] Esta dinastía trajo a las regiones septentrionales de India y a los actuales Pakistán y Bangladés un periodo de paz y prosperidad, como ocurrió en algunos de los nuevos reinos que estaban surgiendo en estos siglos, gracias al cual la cultura india recibió un gran impulso. Las bases del Imperio Gupta consistían en un sistema administrativo eficaz puesto al servicio de un poder central, que a su vez permitía la autonomía de las provincias en los tiempos de paz. En este sustrato, el hinduismo terminó de perfilarse y cobrar forma, fijándose las principales divinidades y prácticas religiosas, y a la vez articulando la sociedad en un rígido sistema de castas. La prosperidad que alcanzó el Imperio Gupta fomentó un gran comercio exterior, hasta tal punto que contribuyó de manera importante a la expansión de las ideas y formas artísticas y arquitectónicas hinduistas y budistas se expandieran por Borneo, Camboya, Indonesia y Tailandia.
[4] Dentro del territorio del pueblo sogdiano se encontraban enclaves fundamentales para el desarrollo de la Ruta de la Seda, como eran las ciudades de Samarcanda y Bujará. Este pueblo había mantenido relaciones comerciales con China desde el siglo I a.C., aunque a menor nivel que otros pueblos contemporáneos.
[5] El periodo de los Tres Reinos y Seis Dinastías (221 – 581) se caracterizó por su inestabilidad política: tras la caída de la dinastía Han, tres poderosos clanes enfrentados proclamaron en distintas regiones sus propios reinos: el de la dinastía Wei (proclamado por la familia Cao), el estado de Shu (con Liu Bei a la cabeza) y el reino de Wu (en el que, pocos años después, su gobernante Sun Quan se autoproclamó emperador).
Mientras sucedía todo esto, la dinastía Jin trató de mantener China unificada. Durante un breve periodo, los Jin Occidentales lograron unificar los Tres Reinos, entre los años 265 y 316, sin embargo no lograron estabilizar la situación y pronto se produjo una fragmentación mayor. A partir del año 317, la dinastía Jin Oriental continuó gobernando, únicamente, en sus territorios del sur.
Los Dieciséis Reinos en los que quedó dividido el antiguo Imperio Han estaban formados por pueblos de etnia no china (entendiendo etnia china como Han), y esta situación de caos condujo al periodo de las Dinastías Meridionales y Septentrionales, en el cual los distintos reinos se agruparon y se produjo un primer estadio de unificación.
Todo este proceso finalizaría con la llegada de la dinastía Sui (581 – 618), que lograría la unificación completa del territorio chino.
[6] Esta ciudad, que tienen su origen en un oasis del desierto de Taklamakán, fue una de las primeras fuentes de jade que tuvo China. Además de ello, su situación en el ramal sur de los que bordeaban dicho desierto, le confería una posición estratégica, facilitando su comercio directo con regiones meridionales.
[7] También conocidas como cuevas o grutas de Mogao o cuevas de Dunhuang, se trata de un conjunto de templos excavados en la roca de los acantilados, en los cuales se encuentran una gran cantidad de pinturas murales, muchas de las cuales fueron realizadas por viajeros, pero también una gran cantidad de esculturas, todo ello con los temas búdicos como principales protagonistas. Este enclave, que pervivió desde el siglo IV hasta el XIV, recibió y almacenó además gran cantidad de textos (no exclusivamente religiosos) en multitud de lenguas: sánscrito, sogdiano, hebreo, tibetano y chino, amén de muchas otras desconocidas. Tras su abandono, todo este conjunto cayó en el olvido, hasta que en el siglo XX fue descubierto por el arqueólogo británico de origen astrohúngaro Marc Aurel Stein (el Museo Victoria and Albert dedica una sección en su web a los descubrimientos de Stein en Asia Central).