En un artículo anterior, quisimos hacer una valoración de conjunto del Museo Oriental de Valladolid, contextualizando su trayectoria desde su fundación y destacando su vocación divulgadora, perceptible no solo a través de las numerosas publicaciones relacionadas con el museo sino también en su propia ordenación interna. Si en aquella ocasión intentamos dar una visión general, destacando algunos de sus rasgos más llamativos, en el presente artículo proponemos al lector una visita virtual, en la que poder atender más particularmente a las diferentes salas y a (algunas de las muchas) piezas más destacadas.
Adelantábamos que el museo consta de varias salas introductorias, incluyendo la propia recepción, que normalmente pasan desapercibidas como espacio expositivo. Estas dan paso a la zona en la que se muestra la colección más puramente asiática, la cual está dividida en tres secciones: China, Filipinas y Japón, siendo la primera la más amplia, por constituir la más voluminosa de las colecciones.
En las primeras salas dedicadas a China, las piezas se reparten estableciendo una división espacial sutil entre exposición artística (a la derecha) y cultural (a la izquierda). La principal diferencia estriba en la consideración de las piezas (encajables unas en nuestros estándares de “alta cultura”, y otras más en el de “artesanías”), así como en su discurso: las vitrinas dedicadas a los aspectos culturales reciben un mayor apoyo textual, mientras que en las artísticas el peso recae sobre todo en las propias obras, siendo las explicaciones secundarias y complementarias.
Además de una división basada principalmente en las técnicas artísticas exhibidas, se ha buscado que las salas tengan una cierta cohesión temática, girando las piezas en torno a uno o varios temas, siempre que esto resulta posible. De este modo, el inicio del recorrido está dedicado a China, con una sala de bronces de temática eminentemente religiosa, y a continuación se encuentra una sala de cerámicas cuyo hilo conductor es la vida cotidiana en su sentido más amplio: desde la alimentación hasta el rito funerario.
Siguiendo esta dinámica, pueden contemplarse todo tipo de piezas, desde las más tradicionales hasta las más llamativas y vinculadas con las costumbres chinas (por ejemplo, una espada realizada con monedas, para llamar a la buena fortuna). Destaca la sala dedicada a las lacas, por contraste: esta técnica ha sido tan refinada y adquirió un carácter tan distintivo de la cultura japonesa que tradicionalmente (hasta en el conocimiento popular) ha eclipsado a las lacas de otras procedencias; no obstante, en Valladolid pueden encontrarse sendas colecciones del máximo interés.
También son relativamente desconocidas para el público general algunas de las piezas que se muestran en las salas de marfiles y en la de plata y esmaltes. En la primera, además de tallas de temas mitológicos y cotidianos realizadas con gran maestría, se exhiben unas curiosas esferas concéntricas, también conocidas como bolas de Cantón, cuya importancia estriba en la forma en la que han sido talladas: a través de orificios en las distintas superficies, se han ido tallando del exterior al interior cada una de las capas, manteniendo el marfil exterior (la primera esfera, y por tanto la más visible) intacta, es decir, no ha sido cortada para tallar las interiores y vuelta a pegar una vez terminado el trabajo. Precisión similar requerían algunos de los abanicos que se muestran, también de marfil, en los que cada una de las varillas parece entelada con un fino encaje, por lo delicada que es su talla. Muestras parecidas se encuentran en la sala de las platas, donde pueden verse además cuidados esmaltes (entre los que destaca una pieza muy interesante: un estuche con una serie de jarrones idénticos que muestran las distintas fases del esmaltado) y una pieza un tanto extraña: una reproducción decimonónica de un barco de vapor, que comparte el detallismo y el cuidado trabajo del resto de piezas.[1]
En esta misma sala, destaca también la colección de cristalería pintada. Tanto en una de las laterales como en la vitrina central pueden verse una serie de botellas con diversos usos decoradas con pinturas traslúcidas. Destacan especialmente las tabaqueras, exhibidas en el centro de la sala. Junto con algunas realizadas en otros materiales y otras técnicas decorativas, hay una serie de piezas de pequeño tamaño, pintadas por el interior con una precisión sorprendente, mostrando distintos temas: religiosos (los dieciocho lohans o discípulos de Buda), políticos (retratos de los emperadores de la dinastía Qing) y cotidianos.
No podía faltar una sala dedicada a la caligrafía y la pintura a la tinta, en la que, a pesar del reducido espacio, se exhiben varias piezas de gran tamaño.
Más importancia posee la sala dedicada a los textiles chinos, en la que aparecen numerosos bordados en seda de tipologías muy variadas: desde qipaos hasta tapices, pasando por zapatos de pies de loto[2] (en una vitrina muy ilustrativa, en la que además de varios pares de zapatos de distintas calidades muestran también una comparativa de tamaños entre un pie normal y un pie vendado, para dar una perspectiva que normalmente se pierde al contemplar los diminutos zapatos de manera independiente, ya que, aunque se perciben pequeños, al no haber comparación directa, resulta más complicado asimilar el daño real que se producía mediante esta práctica). Cabe destacar, por su excepcional calidad, una pieza, el retrato bordado en seda del Padre Abraham Martínez (realizado en los talleres de Changsha, Hunan, en 1923), en la que la precisión del bordado adquiere una nitidez casi fotográfica, y hace necesario contemplarlo de cerca para percibir las puntadas.
El siguiente bloque temático es el de Filipinas, que se concentra en cuatro salas muy variopintas en las que tienen cabida distintas culturas del archipiélago, con un notable peso de la influencia hispana y, por supuesto, de la presencia de la Orden de los Agustinos, con mucha relevancia en este país. De este modo, en las salas filipinas se encuentra, ante todo, una dualidad entre muestras tradicionales (en su mayoría, aunque no exclusivamente, piezas de aspecto muy primitivo) con obras de contexto hispánico y cristiano. Es muy destacada la colección de armas y armaduras de las distintas culturas, así como casullas y otras piezas religiosas. Quizás un poco escondida (hay que bajar unas escaleras para llegar a ella, interrumpiendo el recorrido orgánico del museo), la sala de los marfiles reúne una valiosa colección de esculturas cristianas que abarcan una amplia cronología y una diversidad de temas (Vírgenes y santos), entre los que destacan varias tallas de Cristo crucificado, en los que puede verse la evolución iconográfica a lo largo de los siglos (paralela, aunque quizá algo más tardía, de la que se produce en la imaginería española, pero en esencia compartiendo las mismas características). Tampoco puede faltar la referencia a los “últimos de Filipinas”, a los que se dedica una vitrina.
La última parte del recorrido está dedicada a Japón. La estructura, en líneas generales, se aproxima a la empleada para articular la parte de China, aunque con sus evidentes diferencias impuestas, en primer lugar, por las diferencias culturales, y en segundo lugar, por las piezas que integran la colección. En cualquier caso, la sección japonesa parte también de las religiones: sintoísmo, representado a través de varias obras (bronces y otras piezas que representan a algunas de las principales divinidades –entre las que destacan Amateratsu y Susano’o No Mikoto–, la reproducción de un altar sintoísta, etc.), budismo, en el que se exhibe un altar doméstico, y cristianismo, en el que se presenta alguna pieza namban, procedente del Siglo Ibérico. En la misma sala tienen cabida ejemplos de la laca japonesa, en los que puede percibirse el diferente refinamiento que recibe esta manifestación respecto a la cultura china; caligrafía, vestuario (con dos kimonos femeninos, uno de ellos con un ciruelo en flor y otro nupcial, con motivos de grullas y hinoki o pinos japoneses) y algunos ejemplos de cerámica japonesa vinculada a la ceremonia del té.
En la siguiente sala se combinan los bronces, que representan tanto algunos motivos religiosos como otros cotidianos, con parafernalia militar. El mundo de los samurái ha ejercido desde época histórica una especial fascinación en Occidente, y en el Museo de Arte Oriental de Valladolid encuentra una representación especial a través de dos armaduras, una silla de montar, una colección de lanzas, un arco y un juego de distintas espadas, junto a las cuales se muestran también varias piezas sueltas de la espada que eran muy demandadas por los coleccionistas del XIX, entre ellas destacan las tsuba. Esta sala se completa con una serie de grabados ukiyo-e, que no pueden faltar en ninguna colección de arte japonés, pero que en la exposición permanente del museo adquieren una importancia muy secundaria (no así en sus fondos, como atestigua el catálogo dedicado exclusivamente a la obra del maestro Yoshitoshi, que citamos en la anterior entrega).
La penúltima sala del museo se divide entre la cerámica y las artes escénicas niponas. La vitrina dedicada al teatro se centra en el Noh, el género más elevado y culto, que nació con una vinculación religiosa, si bien su fuerte presencia se explica, en realidad, por el uso de máscaras, de las cuales el museo posee un variado muestrario de personajes.
Respecto a la cerámica, tres vitrinas acogen representaciones de los principales centros de producción japoneses: Imari, Kutani y Satsuma. Su disposición, en tres laterales de una sala de pequeñas dimensiones, no hace sino acentuar el contraste entre los diferentes estilos.[3]
El recorrido finaliza en una sala, en el nivel superior, donde se recogen algunos ejemplos de pintura nipona, de gran tamaño, y cuyo protagonista principal es la fotografía de época Meiji (1868-1912), de la cual el museo posee una vasta colección: en total, hay en sus fondos dieciocho álbumes de diversas tipologías y una caja de vistas estereoscópicas. No obstante, debe indicarse que lo que se exhibe en esta sala no son las fotografías originales (que tan solo se mostraron en una exposición itinerante, organizada por el museo, pero que en la actualidad permanecen guardadas en los almacenes), sino reproducciones (varias en gran tamaño) de algunas de las imágenes más llamativas o ilustrativas. Esto es debido a que la fotografía, y particularmente la fotografía japonesa del periodo Meiji, que estaba coloreada a mano, resulta muy frágil y se deteriora con facilidad si se mantiene expuesta a la luz durante largos periodos de tiempo. Entre las fotografías que se reproducen, destacan varios ejemplos, entre ellos, una imagen del puerto de Nagasaki (primer punto de contacto con los occidentales, tanto durante el Siglo Ibérico como después, durante el periodo de aislamiento de Japón); un retrato colectivo de hombres ainu (descendientes de los primeros pobladores de Japón, históricamente confinados en algunos puntos de la isla de Hokkaido), y algunos retratos que poseen una fuerza visual que los ha convertido prácticamente en icónicos de la fotografía japonesa de este periodo: la fotografía comúnmente conocida como Belleza euroasiática o la pareja de ancianos.
En este rápido recorrido, se han quedado en el tintero alusiones a muchas piezas magníficas, a las que para hacerles justicia deberíamos dedicar un largo monográfico. En lugar de ello, preferimos dejar al lector que las descubra y conozca por sí mismo, recomendando una vez más de manera encarecida la visita a este centro, una visita que le resultará más que atractiva.
Notas:
[1] Si bien resulta muy llamativa por el material (realizado en un metal noble) y por la iconografía (un moderno barco de vapor), puede percibirse cierta continuación (en un nivel de lectura básico) con las tallas de marfil chinas que representaban barcos tradicionales (de las cuales puede verse un ejemplo en la sala previa).
[2] Se conoce como pies de loto al resultado de la costumbre, en algunas regiones de China (y particularmente en Cantón, donde esta práctica tuvo especial arraigo) de vendar los pies de las mujeres de clase alta desde temprana edad, para impedir su correcto desarrollo y adaptarlos a un ideal de belleza según el cual los pies femeninos debían ser diminutos y con una forma ligeramente puntiaguda. Aunque se han conservado fotografías en las que es posible ver las horribles deformidades que esta práctica ocasionaba, el atractivo estético devenía de los zapatos que empleaban, que resultaban piezas de artesanía preciosas y delicadas. Más allá de esta tradición, puede desprenderse una actitud de dominación hacia la mujer, dado que el vendado no solo alteraba el crecimiento natural de los pies, sino que ocasionaba grandes dolores y dificultades en el movimiento, que sometían a la mujer, haciéndola dependiente de su marido.
[3] De algunos de estos hornos David Lacasta nos ha hablado aquí y aquí.