Revista Ecos de Asia

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This article was written on 12 May 2015, and is filled under Historia y Pensamiento.

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¿De dónde sale el pacifismo japonés?

Casi la mitad de Tokio se construyó sobre basura compactada y prensada, territorio ganado al mar. He ahí la metáfora del pacifismo institucional japonés: toda su base se cimienta en basura.

No ha sido fácil ser japonés en los últimos siglos. En el XIX el país venía de superar un aislacionismo autoimpuesto de más de 200 años (el sakoku, o “país encadenado” durante el shogunato Tokugawa) en los que no había tenido relaciones con prácticamente ninguna otra nación en el planeta y a ningún súbdito del emperador se le permitía abandonar las islas. Japón ha sido la cultura que ha visto nacer a los hikikomori,[1] pero es que antes de ello el propio país había sentado precedente decidiendo autoexiliarse del contacto exterior. Si una persona se pasa 20 años sin comunicarse con otros seres humanos desarrollará un claro déficit de socialización y una tendencia al narcisismo y el ensimismamiento. Japón superó a trancas y a barrancas su condición de ermitaño, obligado primero por el intervencionismo y las sanciones de los norteamericanos, deseosos de abrir su espectro colonial hacia Asia, y luego por la necesidad de “modernización” entendida como occidentalización e industrialización durante el evocador período de la Restauración Imperial Meiji  en el 1868, que desembocó finalmente en un intento de establecer democracias representativas al modo europeo que, no obstante, no pudieron sobreponerse al rígido tradicionalismo y la estratificación social basada en esos valores que habitualmente se le han asociado a los nipones: obediencia, jerarquización y una extraña adopción del budismo zen y el confucianismo que mantenían cohesionada una sociedad con unas desigualdades sociales gigantescas que, sin embargo, buscaba nuevos caminos para adaptarse a nuevos retos.

Pero no fue la democracia la respuesta. Tampoco el socialismo, brutalmente reprimido tras la conspiración para asesinar al emperadory el trágico terremoto de Kanto de 1923[2].

Japón a principios del siglo XX se deslizó, suave, pero inexorablemente, hacia la tendencia que potenciaría esa autonomía que tanto ansiaba y ese orgullo que tanto daño le ha hecho: el militarismo, celebrado como el triunfo último de la modernización y la tecnologización, fue la respuesta que Japón le dio al mundo cuando éste se volvió a fijar en él tras los cuatro siglos de ostracismo. Y fue precisamente el militarismo el que transformó una pequeña isla apenas autosuficiente (sólo el 10% de su superficie es cultivable) en una potencia mundial capaz de batir sorprendentemente a una agonizante Rusia zarista y conquistar en tiempo récord, Corea, Mongolia, Indonesia y gran parte de China, estableciendo hitos en la Historia de los genocidios durante el proceso.

Si los nazis se han establecido como el epítome de la maldad en el imaginario colectivo reciente (por méritos propios, pero también por repetición ad nauseam), no fue porque los japoneses no les anduvieran a la zaga: constantemente oímos hablar de Auschwitz, la Shoa, la Solución Final, pero no menos brutales fueron el Kempeitai y el Tokkou (sus propias Gestapo y SS), el Escuadrón 731 (sus propios experimentos homicidas con su particular Mengele), el Sanko Sakusen (la política continental de los “Tres Todos”: matar todo, saquear todo, destruir todo) o las Masacres de Nanking  o Manila  (donde murieron más de 100 mil civiles). Como decía Neal Stephenson en Snow Crash: “tuvieron que echarle dos bombas atómicas antes de que Japón se diera cuenta que era pacifista.

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Los tenientes Mukai y Noda, que se apostaron durante la campaña en China a ver quien podía cortar 100 cabezas en el menor tiempo posible. La imagen procede del periódico Tokiota Nichi Shimbun, desde donde se alentaba a la “competición”, y su veracidad fue discutida por los sectores más retrógrados del Japón contemporáneo.

Y es que el final de la II Guerra Mundial dejaba un panorama desolador para el Sol Naciente: toda su justificación política se venía abajo al mostrarse tan débil la férula de su imperio de pies de barro y al renunciar el emperador a su divinidad. El país entero se encontraba desolado económicamente, con pérdidas humanas y materiales incalculables, y sin un motor ideológico del que echar mano. Mientras muchos de los culpables de las atrocidades de la guerra salían indemnes (la culpa se personalizó mayoritariamente en el general Tôjô, y otros valientes salvajes como Yasuji Okamura, Shogo Ishii o el propio emperador Hiro Hito sobrevivieron los juicios internacionales), para gran parte del mundo, quien sabe si por desconocimiento o por alguna otra intencionalidad, los nipones pasaron a la Historia únicamente como víctimas de la catástrofe nuclear, como si nunca hubieran sido los verdugos del resto de Asia. Puede que la distancia que nos separaba y la incapacidad de las verdaderas víctimas de elaborar un discurso histórico universal que compensara las afrentas cometidas, sumado al arrepentimiento del pueblo japonés (otra característica clave de su carácter) nos hiciera olvidar en gran medida los crímenes de guerra cometidos. Pero también tenemos que considerar que para EE.UU. Japón era una oportunidad antaño perdida y ahora de valor incalculable dentro del marco Guerra Fría, y no podían dejarla pasar así como así. Había que lavarles la cara a sus tan recientes enemigos, como diría Josep Fontana, “por el bien del Imperio”.

Así, con el general MacArthur a la cabeza, hicieron y deshicieron a su antojo la política interior japonesa, les impusieron un modelo parlamentario y una Constitución en la que renunciaban expresamente a la guerra y la posesión de un ejército (el célebre Artículo 9 rezaba que “el pueblo japonés renuncia para siempre a la guerra como un derecho soberano de la nación y a la amenaza o uso de la fuerza como medio para resolver disputas internacionales” la vez que ocupaban el país con sus propias tropas, de las cuales aún mantienen unos 30 mil efectivos en la isla sureña de Okinawa (que fue oficialmente territorio norteamericano hasta 1972) y que resultan ser una de las más importantes fuentes de descontento de un país que llevaba desde los años 80 sin un conflicto social visible o destacable. Hiro Hito, cuando renunció a su divinidad en el mensaje por radio que anunciaba la rendición de Japón, pedía a sus súbditos que “aceptaran lo insoportable y soportaran lo insufrible, hasta lograr una gran paz para todas las edades”. No sabemos si con ello también se refería a soportar la dependencia económica de los americanos o los más de cinco mil crímenes y violaciones causados por sus soldados en suelo nipón, denunciadas ante tribunales militares americanos y hasta hoy siempre ignoradas.

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La icónica foto del encuentro entre Hiro Hito y MacArthur, símbolo del postramiento japonés a la política de los EEUU. Sólo hay que ver la tranquilidad y parsimonia del general comparada con la postura formal y ridículamente ceremoniosa del emperador nipón.

El caso es que EE.UU. durante 10 años de ocupación delimitó los principios y límites del nuevo sistema japonés en todos los términos: políticos, económicos y militares, y situó las islas del pacífico como bastión ante la amenaza comunista: Rusia, China, Vietnam y, sobre todo, Corea. Para cuando la primera de las innumerables guerras encuadradas en la aglutinante Guerra Fría estalla, hablamos precisamente de Corea, en 1950, los estadounidenses inician una reformulación orwelliana del pacifismo japonés que ellos mismos habían impuesto previamente: se crean las Fuerzas de Autodefensa, un pseudoejército sin capacidad interventiva pero que no ha parado de crecer exponencialmente desde entonces, hasta representar uno de los gastos armamentísticos más grandes del mundo y una de las fuerzas armadas tecnológicamente más avanzadas. Escondidos gran parte de sus recursos bajo el manto de la policía nacional (ya que los artículos de la Constitución limitan enormemente la inversión militar), las Fuerzas de Autodefensa se encuentran con las trabas legales en primer lugar, y la desaprobación pública en segundo lugar, y apenas recientemente un puñado de efectivos han participado en misiones internacionales muy polémicas, como la invasión a Irak, de la cual algunos salieron suficientemente perjudicados como para tomar la muy japonesa decisión de cometer suicidio.

Pero en las postrimerías de la guerra la abnegación no fue la única realidad dominante, sino que hubo reacción popular ante la nueva dura realidad, especialmente por parte de la juventud, que se mostró tremendamente reacia a la situación de postramiento que el país mostraba ante los estadounidenses: mientras los adultos agachaban la cabeza asumiendo los costes de la época expansionista, los universitarios se organizaban en asociaciones revolucionarias como el Zengakuren,[3] exigiendo el cese del Tratado de Cooperación Mutua y Seguridad (o ANPO) como se le conoce en Japón) firmado en el 52 ante las presiones de la guerra de Corea y ratificado anualmente hasta el día de hoy, el cual supeditaba oficialmente los intereses internacionales nipones a los intereses bélicos estadounidenses y que otorgaba a estos tal poder de intervención que incluso podrían tomar partido en caso de una hipotética guerra civil para sofocarla.

Desgraciadamente el “Mayo Japonés” tuvo grandes desafíos y conflictos desde el inicio: la extrema atomización de las organizaciones estudiantiles, la mayoría de nueva creación, escasa experiencia y algunas incluso de órbita apolítica e índole autogestionaria, los tejemanejes y clásicas rivalidades entre los simpatizantes comunistas y su fuerte verticalidad cuasi estalinista (sobre todo por parte del Partido Comunista, que no dudó en enfrentarse con el resto de facciones), la consecuente represión gubernamental ante un movimiento altamente organizado y sin miedo a emplear la violencia (los estudiantes asaltaron la Dieta con hasta 300 mil simpatizantes, consiguieron paralizar visitas diplomáticas para renovar los tratados con EE.UU. durante la guerra de Vietnam y los choques más recordados dejaron al menos 600 policías heridos en batallas campales que se coronaron con el asedio e incendio de la Todai  en el 68, la principal universidad tokiota, aunque por supuesto los muertos fueron bastante más abundantes en el bando de los estudiantes), y especialmente el “milagro económico” que barrió el descontento popular con la escoba del estado del bienestar y el recogedor del olvido histórico.

La degeneración de una  parte de estos activistas en delirantes grupos terroristas como el Rengo Sekigun  (Ejército Rojo Unificado) o el Nihon Sekigun  (Ejército Rojo Japonés) protagonistas de los escenarios más absurdamente sanguinarios que se recuerdan del terrorismo de izquierdas en los setenta  y de un funcionamiento sectario que haría palidecer a Sendero Lumioso o los también nipones Aum Shinrykyo  (responsables del atentado con gas sarín en el metro de la capital en los  noventa, quizá el suceso que más conmocionó al país del Sol Naciente desde la II GM), cerraba a cal y canto una etapa de lucha y descontento político en Japón, convirtiéndola de paso en incomodo pasado. La sensación de fracaso y oportunidad perdida quedó sepultada por las brutales imágenes televisivas de luchas frontales con la policía y de atentados y el tabú de lo que en su momento fue un brillante y temerario tsunami de lucha popular que fue admirado por todo el mundo sigue hoy día, tanto en Japón, como en los libros de Historia del resto del planeta.

Se inauguraba otra era de despilfarre y especulación, de mutismo y obediencia a la Ley del Mercado, de privatizaciones que durante décadas mantuvieron un modelo económico-social basado en la fidelidad a la empresa (que se encargaba de la parte de la asistencia social que el estado delegaba) y el consumismo desmedido, junto a una extraña mezcla de proteccionismo y keynesianismo que desmovilizó la opinión política japonesa hasta el punto de hacer pervivir en el poder sin más problemas al mismo partido político durante 60 años a penas interrumpidos por el espejismo de 10 meses de coalición socialdemócrata (tras estallar la burbuja inmobiliaria en los  noventa ) y 3 años de inestabilidad que van del 2009 al 2013 (con cambios anuales de primer ministro y constantes dimisiones en el seno del gobierno) y rematan con el desastre de Fukushima.

El conocido como Jinmitou  o Partido Liberal Democrático, es el símbolo del inmovilismo político japonés, el cual no sólo responde a los mecanismos instaurados durante la ocupación americana, sino  también a una reproducción de sus sistemas cuasi caciquiles de empresas familiares (conocidas antes de la guerra como zaibatsu  y luego como keiretsu y entre las que se encuentran Mitsubishi , Mitsui  y Dai Ichi) que funcionan a modo de los trust y holdings americanos o los chaebol coreanos, y que nunca llegaron a ser desmanteladas pese sucesivos maquillajes en políticas económicas (como por ejemplo la reforma agraria de la posguerra, que derivó en la creación de una clase campesina de pequeños terratenientes extremadamente conservadora) y a día de hoy, tras el fracaso de la alternativa que parecía iba a presentarse tras ser derrotado en 2009, y a pesar de haber perdido una enorme cantidad de apoyos (más debido a la enorme bajada en la participación en los comicios que a un trasvase de votos), el PLD sigue siendo el dueño monolítico e inmutable de la agenda política japonesa.

Japón arrastrá con el, como podemos ver, un pasado reciente de crímenes, lucha y sufrimiento que lo han situado como un país desmobilizado y pacífico. Pero la paz no puede sostenerse bajo la premisa del olvido histórico. Y si en el futuro volverán a ser víctimas o verdugos, tanto de ellos mismos como de su contexto, está aún por decidir.

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Imagen tomada durante las protestas contra el gobierno el año pasado a raíz del intento de cambiar el artículo 9 de la Constitución que prohíbe tener ejército regular.


Notas:

[1] El fenómeno de la reclusión (que sería la traducción literal de este término japonés) que afecta principalmente a varones jóvenes empieza a ser un problema grave en el País del Sol Naciente (y cada vez más, no sólo allí). Se trata de un comportamiento que psicológicamente ha sido analizado como una mezcla de pánico o desinterés por las relaciones sociales y el futuro profesional que lleva a los que lo padecen a encerrarse en sus espacios de seguridad (normalmente, la habitación de casa de sus padres o su apartamento) y a no abandonarlos durante semanas, meses e incluso años. Es un fenómeno relativamente nuevo, del que se habla poco y que ocurre principalmente en Japón. He aquí uno de los pocos documentales al respecto en nuestro idioma.

[2] El que había sido el peor terremoto de su historia hasta el acontecido en 2011, dejó tras de sí tal caos y  desorden que propició el pillaje descontrolado por todo el país, sobre todo en zonas urbanas. Las autoridades no dudaron en azuzar a las masas para que buscaran culpables entre los sectores sociales más vulnerables o más peligrosos para el estado, lo que se tradujo en ataques indiscriminados a colectivos de extranjeros, sobre todo coreanos y chinos, y en una persecución meditada hacia anarquistas y grupos antisistema a los que se les acusaba de quemar casas o envenenar pozos y provisiones. Comandos paramilitares tales como Nueva Sociedad, encabezado por el ideólogo filofascista más célebre de Japón, Kita Ikki, actuaban con impunidad, mientras la policía asesinaba sumariamente a rivales políticos y abandonaban los cadáveres ultrajados en las cunetas. Algunas de las víctimas fueron la pareja formada por Sagae Osuki, editor del vocero anarquista más grande del país (Rodo Undo) y Noe Ito, seminal figura feminista, junto al sobrino del primero, de 7 años de edad. Estrangulados, desnudados y arrojados en un pozo, el juicio que sobrevino a los oficiales que perpetraron la masacre fue una farsa en la que se eludieron pruebas y responsabilidades y, sobre todo, se eliminó la posibilidad de contemplar los hechos como una estrategia del gobierno, alegando que los asesinos habían actuado por cuenta propia llevados por su patriotismo.

[3] La organización de Todas las Asambleas Estudiantiles Universitarias (traducción literal) fue el órgano de presión y movilización popular más poderoso durante el Japón de la posguerra y donde se gestaron las ideas más radicales y revolucionarias. Aunque a día de hoy aún existe, su capacidad de convocatoria es mucho más reducida comparada con la influencia y popularidad que llegó a ostentar por aquel entonces. Una buena crónica (en inglés, su traducción resulta muy complicada de encontrar publicada) de sus acciones hasta los setenta la encontramos en el libro coordinado por el profesor Stuart Dowsey.

avatar Hector Tome Mosquera (15 Posts)

Se licenció en Historia por la Universidad de Santiago de Compostela, afincado ahora en Barcelona, donde colabora con diversos proyectos literarios, periodísticos y políticos.


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